¿Cómo sería nuestra vida sin lectura?
¿Cómo sería nuestra vida si dejáramos de leer?
 Ese
 es el subtítulo de un artículo recientemente publicado en The New
 Yorker, Twilight of the books. What will life be like if people stop
 reading?. Ese crepúsculo del libro que el título anuncia parece, a la
 luz de los datos aportados por el autor, Caleb Crain, una posibilidad
 cierta, una amenaza cada vez más cercana que se cierne sobre nosotros,
 amenazando la raíz lingüistica de nuestra inteligencia y la misma
 convivencia democrática, hecha de palabras.
 Las
 cifras son indiscutibles: el descenso de los lectores en los Estados
 Unidos es continuo, no sólo entre los jóvenes sino, también, en los
 grupos de mayor edad, tradicionalmente más apegados a la lectura en
 papel, declive que no afecta solamente a los diferentes segmentos de
 edad sino que se…
¿Cómo sería nuestra vida si dejáramos de leer?
 Ese
 es el subtítulo de un artículo recientemente publicado en The New
 Yorker, Twilight of the books. What will life be like if people stop
 reading?. Ese crepúsculo del libro que el título anuncia parece, a la
 luz de los datos aportados por el autor, Caleb Crain, una posibilidad
 cierta, una amenaza cada vez más cercana que se cierne sobre nosotros,
 amenazando la raíz lingüistica de nuestra inteligencia y la misma
 convivencia democrática, hecha de palabras.

Las
 cifras son indiscutibles: el descenso de los lectores en los Estados
 Unidos es continuo, no sólo entre los jóvenes sino, también, en los
 grupos de mayor edad, tradicionalmente más apegados a la lectura en
 papel, declive que no afecta solamente a los diferentes segmentos de
 edad sino que se extiende a generaciones sucesivas. La compra de libros
 sigue descendiendo, porque la media del presupuesto familiar dedicado a
 esa modalidad de consumo cultural es progresivamente inferior. La venta
 de darios, de prensa cotidinana, sufre del mismo descendimiento, y no
 parece que quepa pensar en recuperación alguna. Al contrario, las horas
 dedicadas al consumo televisivo se han duplicado, triplicado y hasta
 cuadruplicado, distrayendo ese tiempo que antes se podía dedicar a la
 lectura silenciosa a la televidencia pasiva.

 La
 cuestión carecería de interés o no tendría mayor relevancia si se
 tratara, exclusivamente, de que un viejo hábito caduco viene a ser
 sustituido por un nuevo pasatiempo que, cuando se trata de la
 televisión, procura un aborregamiento adormecedor y, cuando se trata de
 un videojuego, regala una inyección de adrenalina y una cascada
 espasmódica de imágenes que genera una forma bien diagnosticada de
 adicción. No, el asunto no se ciñe, solamente, a una sustitución de
 hábitos de consumo cultural, sino que afecta, según demuestran las
 últimas investigaciones en neurobiología, a nuestra manera de razonar,
 memorizar e, incluso, convivir.

 La
 lingüística ya lo había pronosticado, y la neurobiología viene ahora a
 corroborarlo: en el aprendizaje de la lectura los niños movilizan todas
 las zonas del cerebro -según se ha comprobado en las resonancias
 magnéticas- para penetrar en el alfabeto. A medida que la destreza
 crece y se automatiza el reconocimiento de los caracteres y el
 significado se va abriendo paso, decrece la intervención del hemisferio
 derecho hasta el punto en que, plenamente competentes, utilizan
 -utilizamos- el canal ventral del hemisferio izquierdo, desmovilizando
 el resto, es decir, liberando el resto de nuestra capacidad intelectual
 para dedicarlo a cuestiones distintas. De esa liberación y de esa
 competencia lectora incrementada surge la posibilidad de la
 abstracción, de la inferencia lógica, de la resolución de puzzles
 lógicos, de la memoria y la memorización, en fin, de las capacidades
 superiores de la inteligencia. Los estudios realizados por Luria
 con "iletrados" en comunidades campesinas rusas demuestran que su
 inteligencia es proyectiva y funcional, basada en el apego a las
 realidades circundantes más tangibles y en la inserción de sus
 aconteceres cotidianas en relatos memorables, en historias que puedan
 recordar.

 Otros
 estudios demuestran que la exposición prolongada de los jóvenes a la
 televisión perjudica su vocabulario y su capacidad de abstracción, que
 el uso continuado e incontrolado de videojuegos, la lluvia de estímulos
 audiovisuales que sufren, no es el mejor fundamento para fomentar el
 juicio crítico sobre la realidad. Adolescentes expuestos a una
 presentación realizada en Power Point mostraron un aprendizaje
 radicalmente diferente de su contenido si pertenecieron al grupo al que
 se le permitió leer en silencio y recogidamente su contenido o fueron
 parte del grupo al que solamente se les permitió seguir la exposición
 audiovisual. Lo mismo ocurrió en los últimos estudios realizados en
 Inglaterra sobre grupos de personas a los que se les permitió leer la
 transcripción de los telediarios y otras intervenciones de políticos en
 pantalla y aquellos otros que, simplemente, se expusieron pasivamente a
 la refulgencia fantasmal de la pantalla. Conclusión sencillamente
 colegible: la lectura, el recogimiento que propicia, la actitud
 abstraída y concentrada que requiere, son necesarias para el desarrollo
 no sólo de una competencia lectora aceptable, sino de una inteligencia
 capaz de discernir, juzgar y diferenciar, claramente, el contenido de
 dos editoriales contrapuestos de dos periódicos distintos.
Una
 vida sin lectura sería una vida en la que las facultades que nos hacen
 propiamente humanos desaparecerían, en la que las palabras con las que
 se teje nuestra cultura serían insuficientes para que persistiera como
 la conocemos, en que nuestra convivencia democrática hecha de acuerdos
 y compromisos urdidos con palabras sería inviable.
Fuente: weblog Los futuros del libro http://weblogs.madrimasd.org/futurosdellibro 20/12/2007
 