Entrevistas

Cuestionario librero 135: Enrique García-Máiquez

“Busca asombros que te duren toda la vida”, aconsejaba Enrique García-Máiquez en uno de los aforismos de El vaso medio lleno, su penúltimo libro, y es algo que en este cuestionario aplica, en cierto modo, a las librerías: “Muchas lecturas esenciales de mi vida no estaban previstas. Ocurrieron gracias a que entré en una librería”. […]

“Busca asombros que te duren toda la vida”, aconsejaba Enrique García-Máiquez en uno de los aforismos de El vaso medio lleno, su penúltimo libro, y es algo que en este cuestionario aplica, en cierto modo, a las librerías: “Muchas lecturas esenciales de mi vida no estaban previstas. Ocurrieron gracias a que entré en una librería”. Articulista diario (y siempre brillante), aforista en estado de gracia, poeta prudente (su último libro es Mal que bien, pero comienza a urgir una recopilación de su poesía completa), crítico de libros agudísimo y, sin el más minúsculo complejo, uno de los mejores representantes aquí y ahora del pensamiento conservador y católico (una línea que en España siempre ha sido literariamente fértil), García-Máiquez publica en muy pocos días El burro flautista, una nueva reunión de artículos en la que se demuestra que, cuando hay buena literatura, la actualidad apenas caduca: son artículos de 2012 que se leen no como vigentes sino como algo mucho mejor, como intemporales. Trenzados con inteligencia, con humor y, aunque pueda sonar mal a los despistados, con bondad, esos artículos demuestran que ante cualquier argumento expuesto con talento, cultura y sensibilidad no puede haber enfrentamiento, sólo conversación. Y a ella nos entregamos en su casa de El Puerto de Santa María, donde nos recibe y donde recibe un cuestionario librero culminado con una pregunta de Juan Francisco Comendador, de la sede zaragozana de la Librería Ars.

[Fotografía: Enrique García-Máiquez, en El Puerto de Santa María, 30 de julio de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]

¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?

Recuerdo como si fuese ayer a mi padre leyéndome por las noches las nanas y canciones de Marinero en tierra. Yo, que tendría cinco o seis años, no quería cuentos por nada del mundo, sino poemas, y mejor los mismos, como la «Nana de la tortuga» o la «de la cigüeña» o la del capirote. Todavía no sabía leer, pero ya me había echado al monte de la poesía. En cuanto a la lectura propia, lo importante fue el ortodoncista. Que sólo sirvió para eso. El mío, en Cádiz capital, se llamaba Dr. Antonio Velázquez y era famoso por tenerte toda la mañana e incluso hasta bien entrada la tarde, sin almorzar, en la sala de espera. Mi madre, antes de entrar, me compraba un libro de Astérix en una librería cercana y, cuando acabé con la colección, un álbum de Tintín, felizmente. Al final, mi madre se desesperó de aquella sala de espera y me dejó la dentadura heterodoxa o heteroncista, a medias. Sin embargo, el rito de la compra y luego aquellas mañanas eternas leyendo y releyendo el libro que al principio olía a nuevo, entre suspiros crecientes de mi madre, fue una fuente de felicidad que aún mana y corre.

¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?

Al caballero del Verde Gabán.

En mi adolescencia, me temo que no ejercieron buena influencia sobre mí Bertie Wooster y demás personajes de P.G. Wodehouse. Tuve una sobredosis de narrativa humorística que hizo los mismos efectos que la de caballerías sobre Alonso Quijano. Aunque yo no fui tan gracioso y, al final, en la universidad y después, acabé pareciéndome más —en la medida de mis posibilidades— a Charles Ryder, que tiene un aire lejano de Wodehouse, como si fuese nieto, pero complicado con cuestiones teológicas, artísticas y sentimentales.

¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?

Mi favorito es el método de las cerezas, patentado por Lope de Vega. Éste lo aplicaba a sus penas. Pero penas o lecturas son como las picotas, que se coge una y se trae uno enganchado de los rabitos otras y así hasta comerse el plato entero. En cualquier libro hay pistas de otros libros que influyeron o entusiasmaron al autor: yo tiro de ahí y cada lectura me invita a varias más a golpe de entusiasmos encadenados. A las librerías les temo como a una vara verde, porque es pisarlas y que salte por los aires todo mi plan de lecturas y de ahorro, me desparramo por aquí y por allí y me llevo libros que se salen del guión. Es un temor entreverado de agradecimiento. Muchas lecturas esenciales de mi vida no estaban previstas. Ocurrieron gracias a que entré en una librería.

Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?

Las memorias de ultratumba, del Vizconde de Chateaubriand, que muchos no considerarán «lectura insoslayable», aunque lo son, ay, como saben, ay, mis lectores más fieles, que no me van a perdonar esta confesión, ay. Quizá el título me haya dado la esperanza de que podré leerlo en el más allá, cuando tenga más tiempo y mejor memoria.

¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?

Entre las descatalogadas, apostaría por Señor de su ánimo de José María Pemán. Me divertiría mucho traducir una novelita de Hilaire Belloc, llamada Belinda, escrita al modo de las románticas de Jane Austen. Tampoco estaría mal espigar en la obra de Alexander Pope para traducir algunos de sus dísticos morales, como aforismos con rima consonante. Creo que Nelson Rodrigues, de Brasil, se merecería más atención en España. Sus artículos y sus memorias, también sus aforismos, son afiladísimos.

Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)

¡Dios mío, que los tengo todos! Incluyendo los puntos suspensivos… Pero el que más me duele es no ser capaz de seguirle el ritmo lector a mi compulsión compradora. Convivo con una biblioteca acusadora y en mi conciencia resuena el eco de aquel epitafio de Marcial en que recordaba a un músico que comprar instrumentos no era lo mismo que tocarlos.

Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…

Voy a aprovechar la pregunta para homenajear a una librera que fue esencial en mi formación. Se llamaba Pepa y trabajaba en la Librería Universitaria de Pamplona. Mis padres, cuando fui a la universidad, me abrieron allí una cuenta que no cerraron a pesar de mis suspensos jurídicos, mis devaneos líricos y mis evidentes abusos. En un tiempo en que yo estaba formándome como lector, Pepa sabía tirar del hilo de mi cuenta abierta, y hacerme indicaciones oportunas. Más tarde, comentábamos las lecturas y, sobre mis imprecisas impresiones, confirmándolas o corrigiéndolas, apuntaba nuevas sugerencias.

¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?

Peligro.

Quiero decir, libros de fondo y también laterales que yo no haya previsto y que me hagan saltar por los aires, que es un primer paso para elevarse y coger vuelo. Y por si me despisto, un librero como Pepa, que sepa, tímida o parlanchinamente, eso me da igual, dirigirme a esos precipicios por los que acabaré de caer —saltar— gustosamente.

Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.

Hay un clásico que me asombra que no citemos más: las Empresas políticas de Diego Saavedra Fajardo. Pueden muy bien ponerse en compañía de Maquiavelo en cuanto al pensamiento político y de Montaigne (sé que apunto alto) en cuanto a amena erudición.

En la frontera entre lo ya clásico y lo todavía reciente está El diario de la felicidad, de Nicolae Steinhardt. Se trata de una lectura deslumbrante, que bien podría titularse “Dispensario de la felicidad”, por la que produce, aunque sea a la vez bastante dura, o precisamente por eso, y personalmente exigente.

Entre los libros recientes, me arriesgaré a escoger Bello es el riesgo (Adonais, 2019) de Marcela Duque (Medellín, 1990). Su equilibrio entre hondura y levedad es magistral, aunque es su primer libro; y también sabe compaginar muy bien las influencias literarias con el afianzamiento de una voz propia; y la formación filosófica con vocación lírica. Es una muestra excelente de por dónde puede ir la poesía actual.

[Y la pregunta 10 la lanza hoy Juan Francisco Comendador, de la sede zaragozana de la Librería Ars:]

“Si yo tuviera que elegir tres palabras para referirme a tu escritura, escogería estas tres: memoria, paradoja y humor. Escoge una —sólo una, la que más te parezca (perdón por el aprieto)—, y cuéntanos por qué la consideras una clave para sintonizar con tu literatura. ¡Gracias!”

El aprieto es con nudo triple: por tener que hablar de lo mío, por tener que escoger una palabra y por lo bien que yo me veía en las tres palabras propuestas. Así que voy a hacer trampa, esto es, a tirar del método alejandrino para cortar el nudo gordiano. Me quedo con «paradoja»…, porque recoge tres elementos: mis expansivas querencias chestertonianas; el humor totalmente en serio y viceversa, a lo Camba; y, por último, ese misterio de que, siendo yo un enamorado del presente y su regalo, la memoria tenga tanto peso en mí justo aquí y ahora.