Entrevistas

Cuestionario librero 83: María González

“Crecer era una trampa”, constata María González en un poema de su último libro, El hambre, publicado hace ahora un año, y no es la única decepción que se confirma en esas páginas, tan corporales, tan físicas, tan privadas… Pero González tiene la virtud de pensar y escribir sobre esas cosas sin que el tono […]

“Crecer era una trampa”, constata María González en un poema de su último libro, El hambre, publicado hace ahora un año, y no es la única decepción que se confirma en esas páginas, tan corporales, tan físicas, tan privadas… Pero González tiene la virtud de pensar y escribir sobre esas cosas sin que el tono se le vaya a la amargura, a la desesperación… En sus versos no se encuentra el humor con el que ella vive (el que vuelca en estas respuestas de hoy, el que se transparenta en la foto), pero tampoco se permite la ausencia total de esperanza, hay muchos salvavidas, hay consuelos y hay ayuda, hay salvación. El hambre es el tercer libro de esta cordobesa de 1986, licenciada en Escenografía por la ESAD de su ciudad, tras El año en que murió Jean Genet y El espejo. Vive en Madrid, y nos cita en la Dehesa de la Villa, un día luminoso, y acudimos releyendo su “Felicidad”: “La felicidad se mide en las veces que no tengo que controlar los cubiertos. / Cuando todo puede ser cristal y cosquillas, burbujas y colores. / El mundo revive no sólo en mi lengua. / Se satura el rojo y los blancos se densifican. / Aparecen azules entre el aire bañando / el trigo, el arroz y los tubérculos. / Y todo es bello y sabroso. / La casa huele a sal y a chocolate. / Me encuentro llena durante unas horas, / los brazos me hormiguean, / a veces / incluso / dejo de sentir las falanges. / Cuando llegan la noche y las apneas, / las bombas en las sienes me recuerdan los impuestos. / Hace sólo unos segundos, he sido feliz / con una flor estallando entre mis dientes”. La última pregunta del “cuestionario librero” de hoy la lanza Miren Elorduy, de la librería Mujeres y Compañía (Madrid), de la que María González es socia.

[Fotografía: María González, en Madrid, 28 de febrero de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]

¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?

Recuerdo leer, siendo especialmente pequeña, ‘El hada acaramelada’ y ‘Don Osito el oso osado’ de Gloria Fuertes, ‘Plumilindo’ fue uno de los primeros libros que ‘intervine’, ahora veo cómo mi hijo hace lo mismo con los suyos. En mi entorno siempre ha habido afición por la lectura, además, mi abuelo fue maestro de escuela y me enseñó a leer apenas con cuatro años ayudándose de las matrículas y los carteles de la calle. El gusanillo de los libros creo que llegó algo más tarde. En primaria; ‘La historia interminable’ de Ende con aquella edición mítica de Alfaguara. Me fascinó ese libro como objeto. Los grabados de los capítulos, la doble tinta. Ya en el instituto, ‘La muerte en Venecia’ de Mann. Pero también ‘El retrato de Dorian Gray’. No era el qué, era el cómo. Me pasaba los veranos entre libros, y mis profesores se acordaban de mí porque si se cruzaban conmigo por la calle, yo iba leyendo mientras andaba. Algunos incluso me preguntaban por lo que leía y generaba conversación –me gané la simpatía del profesor de Física y Química cuando me vio con ‘Un mundo feliz’ de Huxley–.

¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?

Bastian Baltasar Bux. Luna Lovegood. El Orejones López. Soy consciente de que son personajes de novelas destinadas al público más juvenil. Pero es que son quienes mejor se lo pasan, siendo honestos. Si ampliamos género y vale novela gráfica, Tank Girl: me fascina Jamie Hewlett y todo su universo; y si aceptamos obra teatral, Irma en El Balcón de Genet. Lo mío son los cuentos, es obvio.

¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?

Alterno muchas lecturas simultáneas. Acudo mucho a la biblioteca municipal de mi distrito, pero también me nutro de recomendaciones de lectores con los que siento cercanía. Investigo mucho en internet y un libro me lleva a otro. A la hora de comprar –inversión que hago más de lo que debiera ya que no tengo tanto tiempo para leer ni una economía tan holgada, pero la carne es débil– tengo libreros y librerías de referencia según la asignatura. Es genial porque los libreros son personas mágicas. Cuando has pasado un par de veces por el establecimiento suelen cogerte la medida, y a mí me encanta que me hagan trajes. También es verdad que no siempre tienen el mismo gusto del lector, pero lo importante es que un buen librero sabe ubicar muy bien el tipo de libro que le interesa a su visitante. Y digo visitante porque llega un momento en el que las librerías son no-lugares a través de los que también va desarrollándose nuestra vida. Libreras y panaderas son las personas que más complacen el alma y el estómago.

Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?

El cuaderno dorado de Lessing, y Frankenstein de Mary Shelley. Me fascinan los libros pseudo-biográficos, los que hablan de literatura y todo el proceso compositivo. Lessing es una barbaridad, pero siempre que lo he empezado se me ha hecho bola. Supongo que todo libro tiene su momento. Con el clásico de terror me ha pasado lo mismo. Durante un tiempo me obsesioné con la novela de terror clásico, y el de Shelley era el que nunca conseguía engancharme. Al final lo dejé por imposible.

¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?

Ésta es mi pregunta favorita. Como una carta a los Reyes Magos. Por el bien común, que alguien traduzca a Diane di Prima, a ruth weiss, y más poemarios de Adrienne Rich y Audre Lorde. Que reediten el ensayo Eduardo Haro Ibars. Los pasos del caído, de Benito Fernández, Otras Jaulas de Ken Niimura y los primeros libros de Blanca Andreu. También todo lo que no hay traducido al castellano de Wajdi Moawad –nunca hay suficientes libros de Mouawad–, y la biografía de Flea, Acid for the children. Yo me he portado muy bien este año, prometo comprarlo todo.

Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)

Intervengo hasta la saciedad los libros. Los subrayo, los doblo, escribo sobre ellos. El libro no sólo es el texto que encierra, también la historia de su lectura, de mi lectura del mismo. Doblo las esquinas a veces, pego posits. También dibujo. Supongo que no es raro que tenga un código sobre el tipo de subrayado. Eso sí, importante, siempre con lápiz. Necesito esa red de seguridad para poder borrar los pasos si me entra el miedo o el cargo de conciencia. Me gasto lo que no tengo, por supuesto. Los libros me van a echar de casa. Hago listas en buscadores y páginas de compra para después buscar de segunda mano o en librería de confianza. Siempre leo los agradecimientos antes del libro. Sobre todo en los poemarios, son el Salsa Rosa de la comunidad literaria. A veces compro cuentos sólo por los dibujos.

Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…

Que me deje rebuscar pero que me recomiende en base a lo que estoy buscando. Que me ayude cuando necesito regalar un libro a alguien. Que no me prejuzgue por mis guilty pleasures. Que me avise cuando llegue un libro que me gusta y sin el que me puedo quedar. Soy muy fácil de tentar. Al final a las librerías de cabecera voy casi todos los meses, por lo que el librero tiene mucha culpa de la visita.

¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?

Que sea un lugar en el que me sienta acogida. Puedo tirarme horas rebuscando dentro de una librería. Como soy muy payasa y hago muchas muecas cuando voy encontrando libros –porque para mí es como encontrarme con gente a la que conozco–, si en la librería me ponen cara rara por verme especialmente emocionada, es probable que no vuelva. También tengo algo de vanidad, por lo que un comentario halagador sobre la compra suele sumar puntos. Y en las librerías de segunda mano, que tengan tesoritos.

Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.

La gaviota de Chéjov es un libro que odié cuando lo leí la primera vez, y del que aprendí a enamorarme con el tiempo. Todo está en Chéjov. Un clásico contemporáneo sería Monstruos invisibles, que fue la primera novela de Palahniuk, muy sórdida pero tremendamente adictiva. Esa que no le editaron por excesiva. Libros recientes son lo que más leo, en especial poesía. En esta casa de Alberto Conejero, El hijo culebra de Ángela Álvarez Sáez y la reciente traducción de Deprisa de Jorie Graham a cargo de Antonio F. Rodríguez y Rubén Martín. Este último acaba de sacar libro, Nihiloma, yo tampoco me lo perdería.

[Y la pregunta 10 la lanza Miren Elorduy, de Mujeres y Compañía (Madrid):]

“Así, a ojo de buena cubera, ¿qué proporción de autoras respecto de autores hay en tu biblioteca? ¿Cuándo te diste cuenta (porque te diste cuenta, que tú eres muy lista) del canon que invisibiliza la literatura y en general las obras de las mujeres? ¿Cuándo empezaste a introducirlas en tu biblioteca de manera consciente y política?”

Pues me siento muy orgullosa de decir que el porcentaje va en aumento. Hace unos años sería un 80/20 y ahora creo que estamos en un 65/35, y subiendo. Aun así, creo que es muy triste que siga siendo tan bajito el porcentaje, pero el tiempo y la inversión son limitados. Tengo mucho clásico y muchos autores que me encantan que no voy a dejar de disfrutar, me apasionan algunas firmas con las que he crecido, me han formado y son hombres. No obstante, trato activamente de leer y consumir más literatura en femenino, no sólo porque en este momento me interesen temas abordados por escritoras no masculinas (la maternidad, la autodeterminación de género, las nuevas formas de familia) sino porque ha sido al alcanzar la madurez –llamémoslo así– cuando he necesitado de referentes con los que mirarme al espejo. Al cuestionarme quién soy como activo creador, también apareció la necesidad de bucear en la raíz y buscar referencias con las que me identificara. El canon se puso sobre la mesa al hacer esta búsqueda, pues eran todo señores. Éste fue el pistoletazo de salida. Ahora busco conscientemente firmas fuera de la masculinidad, y estoy muy contenta porque he descubierto autoras con las que disfruto como una enana y que no copan las mesas. Es un acto consciente y político, por supuesto, pero también es un hecho que de no haber tomado esta decisión quizás no habría llegado a Adrienne Rich, Llucia Ramis o Audre Lorde –que es mi favo, y la llevo hasta tatuada–.