Entrevistas

Cuestionario librero 125: Tomás del Rey

Madrileño de 1968, pero sevillano desde casi siempre, Tomás del Rey acaba de lanzarse a la literatura con un libro que es toda una declaración de amor a la misma. Yo, que tantos hombres he sido es, desde su mismo título, un festival metaliterario, pero a la vez sería un error considerar que todo en […]

Madrileño de 1968, pero sevillano desde casi siempre, Tomás del Rey acaba de lanzarse a la literatura con un libro que es toda una declaración de amor a la misma. Yo, que tantos hombres he sido es, desde su mismo título, un festival metaliterario, pero a la vez sería un error considerar que todo en él empieza y termina con los libros. Hay aquí mucho más, como una reelaboración de los mitos antiguos o las crónicas artúricas, que a menudo contienen una mirada a nuestro presente que es afilada y crítica, pero también generosa y amable, progresista y solidaria. Y entre los microcuentos, los diccionarios y las bromas de este profesor de Lengua y Literatura, brilla en el corazón del libro, en su mismo centro, un “cuento de campus” titulado “Tiempo de silencio” que es una pieza maestra, un relato sorprendente y ejemplar. Salimos al encuentro de Tomás del Rey aprovechando la presentación madrileña de su libro en la librería Cervantes y Compañía, y por allí le entregamos nuestro “cuestionario librero”, con pregunta final de la ya histórica librera Esperanza Alcaide, de El Gusanito Lector (Sevilla).

[Fotografía: Tomás del Rey, en Madrid, 6 de julio de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]

¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?

¿Uno solo? Imposible. Me recuerdo leyendo desde siempre. En casa de mis padres había muchos libros, que fui devorando desordenadamente. Siendo yo muy pequeño, y con la excusa de la serie “Marco” en la tele, mi madre me puso en las manos un ejemplar de su juventud de Corazón, de De Amicis, que contenía mucho más que “De los Apeninos a los Andes”, la historia original de Marco, y aquel libro tan triste y tan italiano me conmovió.

Aparte de los libros que había en casa, y que procuraban dosificarme, recuerdo los primeros libros que yo conseguía por mi cuenta, en bibliotecas o como regalo de cumpleaños: las novelas de Julio Verne o Salgari, o la colección “Historias Selección” de Bruguera, que recordarán los lectores más maduritos.

Y como puerta de acceso a la literatura española clásica, apareció un día Galdós. Mi padre, antiguo preparador de notarías, había organizado un sistema según el cual cada día de verano teníamos un tiempo dedicado al estudio, que era proporcional a la nota media que hubiéramos sacado. Aunque hubiéramos sacado notable o sobresaliente, teníamos que estudiar un tiempo cada día, y todavía no se habían inventado los cuadernos de vacaciones. En aquellos ratos interminables, me leí a escondidas (o eso creía yo) las cinco series de los Episodios nacionales, en aquellos tomacos de papel biblia de Aguilar, tan difíciles de esconder entre mis libros de texto.

¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?

Daría mi brazo derecho por ser un personaje de Eduardo Mendoza. Sobre todo Gurb o el detective sin nombre de El misterio de la cripta embrujada y siguientes. Y el brazo izquierdo por ser un Buendía de Cien años de soledad. Con una maldición selvática a ser posible.

¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?

Empecemos delimitando, porque son decisiones diferentes: qué compro y cuál será mi siguiente lectura. En lo primero hay una mezcla de culpabilidad gozosa (en casa tenemos un pacto para no seguirnos enterrando entre libros, que incumplimos) y de respuesta a una llamada. Yo suelo ir a la librería a buscar un libro del que he oído o leído, o que directamente estaba esperando, e intento no escuchar a mi librera, para que no me distraiga de mi presa. Pero acabamos en una solución de compromiso, que consiste en que me llevo el libro que venía a buscar y otro que ella me descubre. Un desastre feliz.

Luego está la cuestión de, ya sentado en casa, elegir el siguiente libro que llevarme a los ojos, de entre la pila de libros a la espera. Ahí, también, una cosa es lo previsto y otra la fuerza con que yo sienta que me sigue llamando alguno de ellos. Y el tiempo disponible para poder leerlo con placer y con la continuidad que requiera el libro. No soporto, por ejemplo, leer una novela a cucharaditas. Por eso dedico las épocas de más trabajo a relatos y poesía sobre todo, y las vacaciones a novelas.

Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?

Uf, eso no se hace. Demasiadas. Y a estas alturas ya tengo la certeza de que ni la vida ni las novedades me permitirán cubrir todas mis deudas lectoras. Así que me quedaré con una que tengo pendiente desde que la interrumpí a los veinte años: En busca del tiempo perdido. Ahora que caigo, el confinamiento hubiera sido un momento ideal para leerlo tumbado en la cama y entregándome a la hipocondría. Pero me dedico a la enseñanza y el trabajo me salía por las orejas, así que elegí llenar los huecos que me quedaban con los cuentos de Lorrie Moore. Quizás en el próximo encierro.

¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?

Pues hay un autor uzbequistaní que no entiendo cómo todavía… Ya me gustaría a mí poder contestar con alguna frase como ésa, pero me ocurre que tiendo a leer pocas traducciones, porque ya tengo bastante con tener lecturas pendientes en la literatura española y latinoamericana como para deber también en otros idiomas. Así que confieso abiertamente que no estoy al día del mercado internacional, y que ni siquiera corro a la librería cuando dan un premio Nobel a alguien que yo desconocía hasta la fecha.

Por aportar algo, me atrevería a decir que, además de la estupenda labor de muchos traductores (que sólo recientemente se empieza a reconocer como se merece en el mercado editorial), quizás haría falta emprender una “traducción” de algunos de nuestros clásicos que ya le pillan muy lejos al lector medio. Hablo de lo que hizo Trapiello con El Quijote, y que es relativamente común en otras literaturas. No me refiero a versiones para estudiantes (puesto que ya apenas existe el estudiante de Literatura de bachillerato, lamentablemente), sino para el lector que no se siente con fuerzas de llegar por sí solo a La Celestina, a El buscón o a joyas del teatro del Siglo de Oro.

Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)

¿Ah, pero es que el ISBN y el colofón no se leen?

Creo que tengo que confesar el que se suele considerar el peor pecado en este mundo librero: me gustan los libros, sí, pero no soy un bibliófilo. O soy lector antes que amante del libro. Me gusta el contenido por encima del bello objeto que es el libro (que sí, que huele muy bien, que está muy bien editado y todo, pero yo-quiero-leer). Así que prefiero el contenido al formato. Y si no caigo en brazos del libro electrónico es porque amo a mis libreros/as y mis librerías por encima de todas las cosas. Ya digo que en casa moriremos aplastados por las pilas de libros.

Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…

Por lo dicho antes, me conviene el que calla y me ayuda a encontrar lo que he ido a buscar. Pero tengo debilidad por el que propone, comenta y deja que yo mismo muerda el anzuelo.

¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?

Diré una obviedad: libros, y libros buenos. Que ofrezca algo más que la mesa de novedades, y que tenga buen fondo. Y que trate a los libros como libros, no como a un producto de marketing que colocar con cuatro frases ideadas por una editorial.

Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.

El Quijote, al que siempre es una fiesta volver, o leer por primera vez, quien tenga esa suerte. Muchos más, pero me gusta recomendar El caballero de Olmedo, la poesía de César Vallejo, los cuentos de Cortázar, Otra vuelta de tuerca, de Henry James, o Madame Bovary.

De entre los recientes, me ha gustado mucho Canción, de Eduardo Halfon, en Libros del Asteroide. Para mí ha sido el descubrimiento (tardío, culpa mía) de un narrador con una voz muy potente, que me ha llevado a sus otros libros, como Duelo.

[Y la pregunta 10 la lanza Esperanza Alcaide, de la librería El Gusanito Lector (Sevilla):]

“Para los amantes del relato, la concesión a Alice Munro del premio Nobel de Literatura fue el reconocimiento formal de que un relato no sólo no es, de ninguna manera, una novela fallida, sino que es un género con un nivel de dificultad muy alto. ¿Cómo consigue estructurar los suyos para que al leer su libro Yo, que tantos hombres he sido tengan un sentido global?

Pese a que últimamente el género ha logrado conquistar algo de terreno, en España, por algún motivo el gran público no le da la misma entidad al relato que a la novela. Aunque eso ya les pasó en Estocolmo con Borges. Ahora ya están curados, al parecer, y si tienes armónica y eres Bob Dylan también puedes ganarlo aunque no escribas una cosa ni la otra. (Nota mental: tengo que aprender a tocar la armónica. Y a cantar. Y a escribir tan bien como Bob Dylan).

Y ahora en serio, creo que no le hace bien al género esa insistencia en que los libros de cuentos tengan un sentido global explícito, al menos para que una editorial se arriesgue a publicártelos. Cuando yo leía a los cuentistas que me hicieron amar el género, preferíamos los relatos al conjunto, y casi ni nos acordábamos de a qué libro pertenecían.  Y ya si abordamos la cuestión del microrrelato, parece estar condenado a ser carne de redes, de antologías o de circuitos relativamente marginales, incluso a su consideración como terreno de aficionados.

En el caso de mi libro, yo tenía claro desde el principio que la unidad debía darla el tema: un homenaje a la literatura en la que vivo y me da vida. Pero no la literatura como letra muerta, que es lo que a veces se entiende: por eso quise enfrentar los grandes mitos literarios a la actualidad, que nos sigue interrogando. Y salen victoriosos, y con mucho nuevo que decir sobre para qué sirve el arte, cómo estamos respondiendo, por ejemplo, al drama de las migraciones, quiénes somos en esta sociedad individualista y de consumo…

Concebí el libro como un collage o un rompecabezas, con piezas muy diversas que debían integrarse en el conjunto: relatos de distinto tono, que responden a distintas aristas de la realidad y la literatura, microrrelatos, e incluso incluí un par de poemas que funcionaban en el conjunto. Como un pespunte final, elaboré un pequeño glosario bufo, pensado primero como una guía desenfadada del libro para el lector menos informado, que acabó convirtiéndose en una pieza literaria más. Y pude contar con la complicidad de los editores de Maclein y Parker, que buscan ir más allá de los géneros puros.

Otra cuestión que suscita usted es la de la articulación del relato en sí, como pieza. Esto para mí es algo esencial. En general, el cuento permite más riesgos y más experimentación que la novela, pero a cambio exige también más potencia y una construcción sólida, pero abierta y llena de cosas no dichas que el lector completa por sí mismo. Siempre me ha obsesionado aquella frase de Cortázar, que decía que la novela se gana por puntos y el cuento por knock out. Y para noquear hay que entrenar mucho, estar fuertote y lograr que el lector baje la guardia y no se aprenda tus trucos de un cuento a otro. O ser Cortázar, claro. Pero su forma de pronunciar la erre solo le queda bien a él, así que te ves obligado a trazar tu propio camino.