Entrevistas

Cuestionario librero 139: Enrique Andrés Ruiz

Enrique Andrés Ruiz responde al Cuestionario Librero de las librerías con una última pregunta de Daniel Rosino, de la Librería Walden

Es francamente reconfortante que lleve décadas trabajando en el Ministerio de Cultura un hombre de una formación y, sí, una cultura tan inmensa y tan indagadora como Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961): poeta y ensayista de larga trayectoria, es también un crítico de arte muy distinto de lo habitual y ha ejercido de comisario de numerosas exposiciones. Ahora la muy meritoria editorial Balduque, de Cartagena (Murcia), recupera su poema Cantar de los azules mientras que Pre-Textos lanza sus Ríos de Babilonia, un poemario de plenitud, realmente deslumbrante, y simultáneamente Periférica publica la que constituye su primera novela, Los montes antiguos, donde Andrés Ruiz vuelve a demostrar hasta qué extraordinario punto es un escritor distinto, esto es, distinguido. Se trata de un intento de preservación de un mundo irreversiblemente desaparecido, un retorno al campo que carece de cualquier resabio de ingenuidad o idealización, y que rescata la memoria de personas, tradiciones e historias, codificando con una prosa magnífica lo que siempre se transmitió oralmente, sobre el terreno, de una forma poderosa pero también endeble, condenada a apagarse si nadie lo hiciera perdurar en un relato tan firme, sólido y consciente como el que este libro nos ofrece. Quedamos con su autor en un espacio muy distinto que, sin embargo, también es aludido (y también es importante) en Los montes antiguos (ver página 81): el portal número 29 de la calle Serrano, donde vivió el magistrado José Gil y Bocos, amigo de los padres de este singularísimo escritor que no tiene teléfono móvil y que recibe amablemente un cuestionario librero rematado por una pregunta de Daniel Rosino, de la librería Walden (Pamplona), quien fue también el responsable de la reseña de la novela para ‘Las Librerías Recomiendan’.

[Fotografía: Enrique Andrés Ruiz, en Madrid, 3 de septiembre de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]

¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?

Hubo dos fuentes, por decirlo así. Por un lado, los restos de una biblioteca familiar, con muchas cosas de antes de la guerra, en la misma habitación que había ocupado un tío abogado y represaliado, así que perfectas para construir un mito. Había crónicas de casos criminales, truculentas y estupendas. Pero también estaba Cumbres borrascosas, en una edición de quiosco, impresa a dos columnas, que fue la que leí. Recuerdo dos noches de un verano sofocante leyendo Peñas arriba sin poder dejarlo; un libro descosido, al que faltaban las cubiertas y las últimas páginas; me recuerdo leer remarcando el ritmo musical de las frases. Y por otro lado, ya en la actualidad del momento, fui muy lector de tebeos, sobre todo de DDT y Tío Vivo, que compraba todas las semanas, y en general de las producciones de Bruguera, Historias Selección, Joyas literarias juveniles (que preceden a eso que hoy finamente se llama novela gráfica)… Creo que se debe a esas lecturas sintéticas y visuales la poca paciencia que tengo con las larguísimas novelas magistrales del siglo XIX. Después, fui muy fan de Astérix y del Teniente Blueberry y sus aventuras de Fort Navajo. Y luego llegó la colección Salvat-RTVE; me veo leyendo Trafalgar, Eloísa está debajo de un almendro, los cuentos de Poe, a los que habían dado el extraordinario título de Narraciones extraordinarias… O sea, todo corriente en un chaval de entonces. Pero hasta ahí llega, digamos, mi memoria de lector no consciente de serlo, la memoria de la felicidad.

¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?

Más que haberme visto bajo el atuendo de este o aquel héroe, recuerdo haberlo hecho bajo la voz de tal narrador, o, mejor, de tal poeta, principalísimamente la de Antonio Machado. Cuando yo era niño, en Soria, los poemas de Machado no eran literatura, propiamente, eran la mismísima realidad, los versos se tomaban por transparentes, sin conciencia de su condición artística. Era otra fase de la ingenuidad feliz. Hoy, como me veo a veces es como el narrador de El silenciero, de Antonio di Benedetto.

¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?

Pues…, suelo ir a tiro hecho. Los libros me llevan a otros libros. No es fácil que me deje lo que se dice sorprender. Y por lo general no hablo con nadie. En general, los libreros, como los galeristas de arte, suelen tocar dos cuerdas, la de la propaganda y la de la queja, las dos muy comprensibles. Pero los que prefiero son las excepciones a esto. Mi experiencia ha sido la de perseguir de manera infatigable libros muy deseados, por vericuetos increíbles. Y tengo otra más decisiva: muchas veces he sentido que tenía en las manos ese libro que, justamente, estaba buscando sin saberlo, ese que hablaba por mí, a través del que yo mismo hablaba. Cuando leemos, nos leemos: eso es lo que cuenta. Luego vi que tanto Carl Schmitt como don Armando Palacio Valdés contaron haber experimentado lo mismo.

Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?

¡Puf…! Qué sé yo. Shakespeare, ¿te parece poco? Pero, no, no es que no lo haya leído, es algo caracteriológico, creo. Salvados Hamlet o Lear, me he encontrado siempre ahí con una especie de magia potagia demasiado fragosa y ruidosa para mí… Así que comprendo su fascinación por Italia. Por ejemplo, por lo que a mí atañe, Faulkner “no se deja”, como decía de Zubiri un amigo mío. También soy bastante refractario a lo ruso, con su samovar y todo, a lo ruso grande (me gusta Babel, por ejemplo). Tampoco he encontrado en Galdós esa mística realista que los exiliados le atribuyeron, aunque creo saber lo que ellos querían decir. Apenas conozco la literatura gótica, no digamos la ciencia ficción… Pero, bueno, he leído a Basilio de Cesarea y a Jorge Teillier, a Maquiavelo y a Karl Barth, y me alegro mucho de haberlo hecho. Quiero decir con esto que no siempre se deja de leer por ignorancia; la mía es inmensa, pero en realidad vamos tomando esto o aquello como los animales discriminan entre los pastos: por instinto. Cogemos lo que nos alimenta. Por lo demás, nuestra cultura pop es aquella que Nietzsche comparaba con un baile de disfraces. La imaginación nos puede llevar, en el mismo día, a ser exploradores del Congo, detectives en Londres, combatientes aqueos… Y esto tiene muchísimas ventajas, a condición, eso sí, de haber renunciado para siempre a cualquier atisbo de totalidad, esa que Lope de Vega tendría a su alcance con los libros que tuviera. Nuestra cultura no tiene centro, ni canon. Por eso, la vindicación de los clásicos por gente conservadora suena a impostación: se habla de ellos como si formasen el Real Madrid de la literatura, sin reparar en la profunda incompatibilidad entre ellos, justamente porque pertenecieron a una cultura distinta, a una cultura de absolutos.

¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?

Me he pasado décadas leyendo filosofía, teología, historia cultural, y siempre eché en falta en español las bibliografías que en esos terrenos existían en inglés, en italiano, en alemán. Hoy, ese tiempo para mí ha pasado, creo que ya no busco verdad, sino consuelo. Así que me conformaría con una reedición de Anochecer, de James Salter, y otra de El día del juicio, de Salvatore Satta. Pero hasta esto me parece demasiado finolis. En realidad, lo imprescindible es entre nosotros relativo. Decía Julien Gracq en sus estupendas notas de lectura que habría que leer en sincera respuesta al deseo, como las jovencitas del siglo XIX leían a escondidas los libros prohibidos por sus padres: por vicio. Es entonces cuando la literatura se añade al mundo, a la insuficiencia del mundo.

Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)

Después de todas aquellas lecturas intelectuales y casi penitenciales me queda la costumbre de llenar los libros con notas plegadas en las que figuraban las páginas y las citas de lo que resultaría lastimoso olvidar. Así tengo yo los libros de Emmanuel Lévinas, de Guardini, de Jacob Taubes, de Leo Strauss, de Löwith…, llenos de papelitos.

Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…

No sé qué decirte. Me parece que el modelo parlanchín no es el mío, pero no de librero, sino de nada. No me gusta que me atiendan demasiado, paradójicamente siento que no me atienden a mí. Si el librero sabe de libros, mejor, claro; aunque saber es saber, no es lo mismo que estar al tanto.

¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?

Me abruman las grandes librerías, esas de las que se dice que son paraísos para el lector. Partí de ese agobio cuando escribí La tristeza del mundo, un ensayito sobre la experiencia política de leer. Porque creo que lo es, que es específicamente política esa experiencia de la proliferación (en la que el arte muere, como decía Baudrillard), de lo inabarcable, que es lo mismo que lo multitudinario, lo que no tiene centro. Nuestra cultura industrial es indisociable de la escritura, y de la producción irrefrenable de escritura. En ese gran mercado lo que enmudece es la voz, que es en el fondo lo que vamos buscando, una voz que nos hable en persona, que nos reconozca. Eso es más notorio en la poesía. Un buen amigo admirado, José Antonio Muñoz Rojas, me decía que la poesía no se escribe nunca. Mis dos lecturas más constantes a lo largo del tiempo han sido Platón y Antonio Machado; ahora sé que los dos tienen que ver con esto. Me gustaría entrar a un tenderete de playa, de los que venden chanclas y flotadores, y encontrar de pronto en ese desierto, en un carrusel giratorio, una novela de Somerset Maugham de la colección Reno. Creo que ya no es posible.

Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.

Los dos ediciones recientes: La Divina Comedia en la traducción de Jorge Gimeno, con notas atinadísimas, inteligentísimas. Y el otro, las novelas de la argentina Hebe Uhart.

[Y la pregunta 10 la lanza hoy Daniel Rosino, de la Librería Walden (Pamplona):]

“En la lectura de Los montes antiguos, me ha llamado la atención que en un par de ocasiones se apunta la idea de que contar la historia de las gentes de Valonsadero es algo que se le encomienda desde fuera al narrador, no como una imposición, sino como un don o un deber. Esa asunción, esa escucha, ¿marca un camino a seguir? ¿hacia dónde nos lleva, qué sentido tiene?”

Estás en lo cierto, y es una observación muy interesante, que apunta a un aspecto crucial de la novela. Uno que ni yo mismo he llegado a conocer del todo hasta mucho después de escribirla. Ninguna intención del autor justifica por completo una obra literaria, ni la explica. Y hay que decir que gracias a Dios. La lengua actúa, en parte, libremente, y hay significados de la obra que sólo encontraremos en esos márgenes de libertad, que han escapado al control de lo deliberado. Quizá el sentido más profundo de Los montes antiguos se encuentre en algo que los personajes comparten con el narrador, como es el afán por idealizar (eso tiene un reflejo lingüístico, incluso), que por lo demás es al afán, bien quijotesco, de ser literatura, de ser leyenda, en definitiva de ser eternidad. La novela está escrita, sí, en un ejercicio de obediencia: la obediencia a lo oído —el oído es el órgano de la fe: “Audi, filia”, dice el salmo que sirvió de título a san Juan de Ávila—. Hay algo que debe ser contado, tras haber sido oído. Pero algo más: en esa escucha no se nos transmite únicamente lo ocurrido, sino, sobre todo, lo deseado, esos deseos que sucumbieron luego ante la naturaleza y ante la historia.