¿Has leído un buen libro últimamente?
¿Has leído un buen libro últimamente?
 Todos somos un lector único, en medio de otros que comparten nuestra misteriosa devoción
 ALBERTO MANGUEL 16/02/2008 
 En
 el tren, dos muchachas, inmersa cada una en su libro, como si el mundo
 exterior no existiese, como si cada una se hallase encerrada en la
 consabida torre de marfil. Inclino la cabeza para alcanzar a leer los
 títulos. Una está leyendo Pot-Bouille de Zola, la otra Lenta biografía
 de Sergio Chejfec. La primera suspira, cierra su volumen, y le dice a
 su compañera: "¡Cuánto me gustaría leer un buen libro!". La segunda
 cierra a su vez el suyo y pregunta: "El que estás leyendo ¿no es
 bueno?". "Es bueno, pero no bueno para mí…
¿Has leído un buen libro últimamente?
Todos somos un lector único, en medio de otros que comparten nuestra misteriosa devoción
ALBERTO MANGUEL 16/02/2008
 En
 el tren, dos muchachas, inmersa cada una en su libro, como si el mundo
 exterior no existiese, como si cada una se hallase encerrada en la
 consabida torre de marfil. Inclino la cabeza para alcanzar a leer los
 títulos. Una está leyendo Pot-Bouille de Zola, la otra Lenta biografía
 de Sergio Chejfec. La primera suspira, cierra su volumen, y le dice a
 su compañera: "¡Cuánto me gustaría leer un buen libro!". La segunda
 cierra a su vez el suyo y pregunta: "El que estás leyendo ¿no es
 bueno?". "Es bueno, pero no bueno para mí ¿me entiendes?". Su compañera
 la mira perpleja. "Para mí", le responde, "todo libro que me gusta es
 bueno. Los otros los dejo de lado".
 Libros buenos y libros malos:
 todo lector lee en un bosque de libros calificados de antemano. Por
 aquí han pasado batallones de Linneos clasificando rigurosamente cada
 espécimen de sobresaliente sin reservas, de excelencia moderada, de muy
 bueno, bueno o regular, de malo con reservas, muy malo, abominable.
 Según el contexto (diletante, universitario, periodístico, de tertulia
 o comercial) las etiquetas cambian. Buenos son aquellos clásicos, en su
 mayor parte hoy disfrutados por un puñado de excéntricos arqueólogos,
 cuyos nombres conocemos epidérmicamente. Buenos son los libros
 premiados en arreglos prenupciales, que sin sorpresa alguna ascienden
 las gradas de ese efímero Parnaso que son las listas de best sellers.
 Buenos son (ésta es la definición que busco) las obras que,
 secretamente, cada lector elige para sí, como esa que busca la lectora
 de Zola, soñando con un encuentro erótico que no querrá seguramente
 compartir con nadie más.
 La bondad de un clásico reside en su
 calidad de palimpsesto: mientras más capas de lectura acumula, mejor
 es, porque mejor, más interesante, más complejo va pareciéndole a las
 sucesivas generaciones que no se resignan a olvidarlo. Cada lector
 avisado encuentra en él aspectos nuevos, vetas no exploradas, sentidos
 insólitos, pero también una suerte de familiaridad, una sensación de
 reencuentro. Un clásico nos abre puertas inesperadas sobre vistas ya
 conocidas, paisajes de infancia: leemos en él lo que de alguna manera
 ya estaba en nosotros. La lectora de Zola habrá quizás sentido ese
 "escalofrío del reconocimiento" (como lo llamaba Henry James) al
 encontrarse con ese pasaje en el que el padre de la joven Marie declara
 no haberle autorizado a su hija la lectura de novelas, salvo el André
 de George Sand, "obra sin peligro, hecha de imaginación, y que enaltece
 el alma", y se habrá permitido una sonrisa como lectora no ya de Zola,
 sino de Rosa Montero. Y luego, inesperadamente, habrá recordado en el
 final de Rebelión en la granja de Orwell al llegar a la última frase de
 Pot-Bouille, "c’est cochon et compagnie", que resume las 400 páginas
 del libro y las extiende hacia el futuro.
 Su compañera, la
 lectora de Chejfec, admitiría sin duda esa calidad de palimpsesto, pero
 quizás agregaría que, por sobre todo, un clásico es un libro que alaba
 la pobreza esencial de la materia que lo constituye. Es decir, para
 ella, un clásico libro que glorifica la maravillosa impotencia del
 lenguaje que lo escribe. Justamente porque las palabras de las que está
 hecho no alcanzan nunca a decir lo que la intuición vislumbra, la
 imaginación cree concebir, la mente está a punto de comprender, ciertos
 libros, valerosamente armados, conscientes de sus limitaciones y
 orgullosos de sus faltas, se prestan, generación tras generación, a un
 siempre inédito intento de lectura. Precisamente porque en literatura
 no logra decirse todo (o sólo logra decirse muy poco) el lector puede
 llenar los entrelineados y silencios con batallones de significados y
 muchedumbres de interpretaciones. "Sólo palabras son las que yo pongo
 aquí, y únicamente eso", dice el narrador de Chejfec, y el lector sabe
 que miente. Entre "sólo palabras" y "únicamente eso" está toda la
 literatura escrita y por escribir.
 Mis lectoras viajeras, claro,
 podrían ser otras. En lugar de Zola y Chejfec podrían haber estado
 leyendo La bodega de Noah Gordon y El guardián de la flor de loto de
 Andrés Pascual. En ese caso, su búsqueda de lo bueno no necesitaría
 extenderse al ámbito hermenéutico o lingüístico: podría limitarse al de
 las estadísticas. Una rápida consulta de las listas de más vendidos les
 confirmaría que los libros que han elegido son efectivamente buenos en
 un sentido cuantitativo: tienen el voto de la mayoría o, al menos, han
 sido promocionados con mayor energía por sus editores, o han sido
 preparados según fórmulas alimenticias que pueden llamarse buenas
 porque alivian el apetito y endulzan el paladar, pero no nutren ni
 fortalecen. El 10 de diciembre último, el presidente de Francia,
 Nicolas Sarkozy, reunió al sindicato nacional de la edición francesa
 para proponerles autorizar la publicidad comercial de libros en la
 televisión, cosa que, por supuesto, sólo las grandes editoriales se
 podrían costear -y aun ellas sólo para sus best sellers-. Sarkozy
 resumió así sus argumentos: "Les diré qué cosa es un buen libro: un
 buen libro es un libro que se vende bien". A lo cual Ralph Waldo
 Emerson ya había contestado hace casi siglo y medio: "La gente no
 merece libros buenos, si es que le deleita tanto los malos".
 Me
 doy cuenta ahora de que las dos definiciones previas de libros buenos
 -libros que el trascurrir de los siglos deja en nuestras bibliotecas y
 que allí permanecen, y libros que se agolpan en las tiendas gracias a
 un vendaval mediático, y que desaparecen casi inmediatamente- adolecen
 de un destino numérico. Son porque muchos han querido que sean para la
 eternidad, o para un verano. La tercera definición que propongo es más
 severa, menos popular, más discriminatoria. Sin referirnos a la
 autoridad y juicios de los lectores que nos han precedido, y haciendo
 oídos sordos a las voces que anuncian un cuarto de hora de fama para
 algún título nuevo, a veces, a solas con un libro, descubrimos que ha
 sido escrito para nosotros.
 Con azoramiento, con regocijo, con
 gratitud, leemos de pronto en cierto párrafo, en cierta línea, la
 confesión de nuestros secretos más guardados, de nuestros deseos más
 ocultos, de nuestras intuiciones más indecibles. Allí, entre las
 cubiertas de ese volumen que el azar (por así llamar a ese
 bibliotecario sagaz y perseverante) ha puesto en nuestras manos,
 estamos nosotros, singularmente, retratados en letras de fuego.
 Clásico, best seller, volumen desconocido hallado por casualidad,
 olvidado compañero de infancia o amigo de un amigo que pensó que nos
 gustaría leerlo, el libro bueno, el buen libro, en el sentido más
 profundo que podemos dar al término, es aquel que es bueno para ese
 lector único que todos somos, en medio de otros lectores únicos que
 comparten nuestra misteriosa devoción.
Fuente: Babelia- El País 16 de febrero de 2008
 