“Tenemos que hacer algo” de Max Booth III
Tenemos que hacer algo
Booth III, Max
ISBN
978-84-122813-9-2
Editorial
LA BIBLIOTECA DE CARFAX
Contrariamente a la creencia popular, la claustrofobia no constituye el pánico incontrolable a los espacios cerrados o estrechos, sino el miedo a las consecuencias negativas que una estancia prolongada en ellos puede acarrear. La claustrofobia es el terror a que el oxígeno se agote, a la asfixia, a los pulmones vaciados; es el temor a la quietud, al embalsamamiento de los miembros; es el pavor absoluto a la ausencia de salidas, al confinamiento, a la prisión del cuerpo y de la mente. Para cualquier claustrofóbico, toda estancia reducida es un futuro ataúd, todo pasillo es mausoleo. No en vano angosto y angustia poseen la misma raíz etimológica.
Tenemos que hacer algo, la segunda novela publicada a través del sello Démeter, de la editorial La Biblioteca de Carfax, se erige en un relato febrilmente claustrofóbico y sofocante. Frente a los grandes espacios abiertos y los paisajes apabullantes que proponen géneros como el western o la fantasía, la novela de Max Booth III ofrece un escenario de fronteras fácilmente reconocibles, cuya fuerza reside, precisamente, en su prosaísmo.
Cuando lo anormal, lo weird y lo grotesco (y creedme, de esto hay bastante) se dan sobre un marco tan cotidiano y vulgar, sus efectos son mucho más profundos y devastadores. Constituye Tenemos que hacer algo un relato fácil de descomponer en sus elementos básicos, a saber: un cuarto de baño como único escenario, una familia media –padre, madre, hijo e hija– y un tornado que los encierra en la mentada estancia sin posibilidad de escape.
Con exactamente el mismo escueto andamiaje, Stephen King escribió en 1977 El Resplandor, una de las novelas de terror más influyentes y populares del género. Y, aunque ambas distan entre sí en cuanto a extensión, intenciones y ambición –masiva la una, más contenida la otra, efervescentemente sobrenatural la del escritor de Maine, más oblicua en ese sentido la que nos ocupa–, las dos nos hablan de lo mismo, esto es, de la progresiva degeneración de una familia profundamente disfuncional, sometida a una situación extrema de confinamiento forzoso en el interior de un entorno arquitectónico y sujeta a las fuerzas arbitrarias de los elementos y la entropía.
Este escenario tan acotado, ya sea un hotel o un cuarto de baño, permite someter a los personajes a situaciones de estrés tan intensas que la historia acaba deviniendo en actos de locura y muerte. Son escenarios cotidianos transformados en cárcel, en ollas a presión a punto de bullir, en los núcleos de bombas termonucleares. Cuando se alcanza la masa crítica, los personajes sucumben al desvarío, se arrancan las máscaras que esconden al lobo que llevamos dentro y lo sacan a la luz de manera dolorosa e irreversible. Se evidencia así que la aceptación del otro y la unidad familiar no son más que espejismos levantados en torno a ese otro animal, el social, ahíto de mansedumbre. Libres de las convenciones culturales autoimpuestas, y sometidos al imperio de los instintos, las diferencias entre los individuos, lejos de atenuarse, se ven exacerbadas, al verse sin el bozal de la culpa y el remordimiento.
En Tenemos que hacer algo, una suerte de La Cabina o El Ángel Exterminador, el autor, Max Booth III, no sólo degrada la mente de sus protagonistas hasta reducirlos a un manojo de estímulos, sino que licúa el tiempo y el tejido mismo de la realidad, los convierte en algo maleable y esquivo, como un delirio o un país extranjero, regido por sus propios códigos y leyes físicas. Asistimos a toda una nueva cosmogonía, un nuevo Génesis de monstruos híbridos y bastardos, como si el tornado que ha provocado su confinamiento hubiera devorado el mundo y lo hubiese vuelto a regurgitar en formas nuevas y caprichosas. Parafraseando a Dorothy, tengo la sensación de que ya no están en Texas.
Haciendo un uso extensivo de planteamientos narrativos que inciden en el aislamiento y en el asedio, Max Booth nos coloca frente al declive del sujeto como algo terrorífico, atroz y violento, cuyas consecuencias recaen especialmente sobre sus allegados más directos. Sobre sus páginas aletea el fantasma de la paternidad no deseada, el espectro del matrimonio fracasado. Cuando el alfa y el omega caben en el interior de cuatro paredes alicatadas, los choques son inevitables. El espacio es demasiado pequeño, los rencores demasiado grandes, el dolor demasiado enquistado y profundo.
En última instancia, Tenemos que hacer algo se establece como una exploración no ya de la muerte, sino de su reverso luminoso, el de la vida, en el deseo terco de mantenerla a toda costa a pesar de tener todo en contra. Aquí, como en ¡Viven!, el motor de la historia es el de la renuencia a morir, la negativa a rendirse, la resistencia que opone el ser humano a atravesar el umbral definitivo.
Sergio García, Librería Dorian (Huelva)