Libros al acecho

Una interesante reflexión de un periodista chileno.
por  Mario Valdovinos
¿Son
necesarios todavía los libros?. Si la respuesta es negativa y
concluyente, nos liberaríamos de un enorme sentimiento de culpa, además
de terminar aquí mismo esta crónica. Si no lo es, la primera pregunta
nos lleva a otras: ¿Y para qué son necesarios?. ¿No será, la lectura de
libros, una acción sobrevalorada?.
Nadie cuestiona hoy que las
máquinas de escribir estén relegadas a la categoría de antigüedades,
remotos objetos decorativos. Cuando aparecieron, más o menos junto a
las máquinas de coser, produjeron entusiasmo y rechazo por partes
semejantes. Moriría ante su demoledora presencia la escritura a mano,
las cartas, las confidencias depositadas en esquelas y papeles
perfumados y cómplices, el idilio entre los dedos y las letras, la
habilidad artesanal de la caligrafía,…

Por en Para familias

Una interesante reflexión de un periodista chileno.

por  Mario Valdovinos

¿Son
necesarios todavía los libros?. Si la respuesta es negativa y
concluyente, nos liberaríamos de un enorme sentimiento de culpa, además
de terminar aquí mismo esta crónica. Si no lo es, la primera pregunta
nos lleva a otras: ¿Y para qué son necesarios?. ¿No será, la lectura de
libros, una acción sobrevalorada?.

Nadie cuestiona hoy que las
máquinas de escribir estén relegadas a la categoría de antigüedades,
remotos objetos decorativos. Cuando aparecieron, más o menos junto a
las máquinas de coser, produjeron entusiasmo y rechazo por partes
semejantes. Moriría ante su demoledora presencia la escritura a mano,
las cartas, las confidencias depositadas en esquelas y papeles
perfumados y cómplices, el idilio entre los dedos y las letras, la
habilidad artesanal de la caligrafía, las hojas, los sobres.

Hubo
escritores que permanecieron tercamente aferrados a la página
manuscrita; otros, como el poeta y filósofo Nietzsche, adaptaron
eufóricos ese objeto emblemático de la modernidad.

Lo moderno
es siempre invasivo, no pide permiso y se instala echando la puerta
abajo. ¿Puede alguien que escribe prescindir hoy del computador?. Es
difícil imaginarlo, fuera de Alfonso Calderón que llegó hasta la
máquina de escribir eléctrica y allí se estacionó.

Rimbaud
escribió su magna obra, dos libros, a mano en hojas sueltas, lo mismo
Neruda su Residencia en la Tierra. Qué decir Shakespeare, con tintero y
pluma de ganso; Homero compuso en su cabeza, oralmente, los cantos de
la Iliada y la Odisea y los aedos los desperdigaban, de viva voz, por
los pueblos y ciudades de Grecia; así también el juglar de Medinacelli,
uno de los dos que, se piensa, compusieron el Poema de Mío Cid.

No
había fotocopias y la obra de arte, como escribiría en la primera mitad
del siglo XX el filósofo alemán Walter Benjamin, aún no llegaba a la
época de su reproducción mecánica.

¿Qué tiene que ver,
entonces, todo esto con el arte de leer? Tal vez no sirvan los libros
más que para decorar cuartos desocupados en las nostálgicas mansiones,
cuando los hijos se fueron o el matrimonio de los padres naufragó.

No
obstante nos siguen aguardando. En cualquier lugar que hagas o sufras
la historia te estará acechando un libro peligroso. Las ferias del
libro son eventos multitudinarios y el público compra y compra
impresos. Qué decir de las revistas, los magazines profusamente
ilustrados con imágenes, con fotos tecnicolores.

Da la
impresión que el ahora llamado soporte papel tiene su prestigio, su
aura, una especia de dignidad propia, por ejemplo, de los viejos barcos
a vapor, de las locomotoras a carbón, quizás de los zepelines, de los
globos aerostáticos.

Cuesta imaginarse en los días que corren
a un adolescente enfrascado en un libro, más bien se sientan en las
zonas Wi Fi del metro, conectados al laptop, con los fonos puestos de
sus ipods, bajando páginas virtuales.

Sin embargo, allí están
los tétricos volúmenes en las bibliotecas, durmiendo su sueño de
tigres, en las librerías, en las viejas casas queridas, ésas de las que
habla el tango. Cachureos de abuelos o de remotos padres, relegados a
los baúles, a los desvanes, a los irreversibles recuerdos.

Pero siempre al acecho.

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Mario Valdovinos