La terrible realidad del libro es su desalentadora guillotina, también conocida como el «molino de papel», donde el ejemplar que no se vendió y, años después, fue descatalogado, desemboca. La literatura está hecha de esta pasta: vida y muerte de papel.
La trituradora de papel no cesa, se pone en marcha cada día. ¿Qué opinan los creadores de esta espada de Damocles? El primero que responde a ABC de un modo general es don Francisco Ayala, un ejemplo centenario, moral y ético: «De todos los libros que se publican, suele quedar cuando menos un ejemplar custodiado por la Biblioteca Nacional u otra institución cultural -dice don Francisco-. Por otra parte, se publican demasiados volúmenes cuyo contenido no merece en manera alguna la consideración de tales libros. ¿Para qué preservar semejante basura? Es una cuestión de buen criterio. Y respecto a los aspectos económicos que plantea la destrucción o, alternativamente, conservación de libros excedentes al normal consumo, no estoy en condiciones de proponerle una solución». ¿Qué supone para un escritor la existencia de la temible «guillotina» o «molino de papel» de los libros olvidados, ese lugar donde se desgajan y se destruyen miles de obras si dejan de vender?
Armas Marcelo se sitúa al sur de la resurrección del libro y sostiene que «tal como pasa con un libro, así ocurre con su autor: allí donde sus lectores lo sitúan, allí acaba estando. Eso, al menos, es lo que dice Peter Kramer. Pero la guillotina es, además, para un escritor y sus libros «el infierno tan temido», el peor destino del mundo, el peor destino del libro. Ningún libro merece la guillotina, ni siquiera los más odiosos».
El premio Cervantes José Jiménez Lozano sostiene que este asunto es comercial. Que en cuanto el libro se ha convertido en mera mercancía y en buena parte está escrito como tal mercancía, le ocurre lo que a todo producto excedente. Y claro está que, como el criterio es económico, es más seguro que se destruirán libros valiosos, porque son los que necesariamente agradan a un gran público homogéneo y cada vez más homogeneizado e ignorante de lo que es literatura, pensamiento y arte, y que ya ni siquiera puede saber lo que es un libro. Pero esto sí lo saben muy bien los editores, y ya guardan ejemplares de aquellos libros que valoran».
Luis Mateo Díez siente frustración y desgracia cuando se guillotina un libro: «Liquidarlo, meterlo en el molino de papel es como yugular los dedos de la mano con que lo escribiste. Esto como sensación personal. Como suceso socio-cultural es terrible que los libros se destruyan. Yo haría una prohibición legal contra esta práctica. Siempre hay algún sitio donde los libros pueden ir».
Al poeta José Manuel Caballero Bonald le repele todo lo que suene a destrucción de un libro: «Incluso no soporto a esos lectores presuntos que tratan a los libros de mala manera. Lo que pasa es que hay libros que no suscitan ninguna clase de respeto y merecen ser olvidados sin más. En cuanto a esa gestión editorial que tiende a destruir los libros que no se venden, siempre me ha producido una cierta forma de rechazo. Que no se venda un libro no significa que no sea aceptable. De sobra sabemos que la historia universal de la literatura está llena de injusticias».
El académico Manuel Seco lamenta que «siempre es una pena que se destruyan libros, pero tenemos que resignarnos a la realidad de que una editorial es un negocio y que el mantenimiento de grandes depósitos es para ella una ruina. Lo más lamentable es que muchas veces los libros que se venden mal son los mejores».
Cementerio de libros olvidados
¿Plantearían la creación de un cementerio de los libros olvidados? Fernando Iwasaki dice que «habiendo librerías de viejo no hay necesidad de cementerios para libros olvidados. Y hay libreros de viejo que se han convertido en verdaderos "monosabios" de la brava fiesta editorial. Abelardo Linares, por ejemplo, que ha salvado de la guillotina a varios libros condenados por los gerentes generales, quienes mandan más que los editores. A mí como lector -ni siquiera como escritor- me parece terrible que se guillotinen los libros».
Armas Marcelo, no: «Sobre todo porque para enterrar a los libros cualquier lector sirve, cualquiera menos un editor o un librero». Caballero Bonald, tampoco: «No, en absoluto. Ya tenemos bastante con los cementerios de automóviles. Un cementerio de libros sería una imagen feroz de la incultura. Además, eso igualaría en un mismo olvido a los libros detestables y a los que disponen de algún mérito aunque no se vendan».
¿A qué destinarían esos libros olvidados? Luis Mateo Díez crearía «una especie de bolsa universal, gestionada por algún organismo cultural internacional, para ofrecer y atender esos fondos» y destinaría esos libros a las bibliotecas públicas de cualquier país interesado. Para Manuel Seco, los libros «se deberían ofrecer (no imponer) a las bibliotecas públicas a través del Ministerio de Cultura, y en segundo término regalar a otros países de lengua española».
Si tiene hondura nada va a destruirlo
Jiménez Lozano le desea larga vida al libro: «En principio, lo primero que tiene que hacer un libro es existir, como del poema dice Robert Frost; es decir, que esté ahí en la realidad y nos demos con él de bruces, no que se nos construya desde las valoraciones de oficio, que son puro valor añadido, pero no ayudan más que a un éxito o a un fracaso, que no tienen que ver nada con la realidad de ser del libro. Pero, si el libro es, y tiene su hondura y su grosor y belleza, nada va a destruirlo, como pensaba el señor Nietzsche. Pasará cuando pase el mundo, y, en cualquier caso, muchísimo tiempo después que quienes lo desconozcan, lo olviden, o lo entierren. Libros olvidados, dice usted. ¿Por quién o por quiénes? Por la industria cultural y sus imposiciones, me supongo. Pero da la casualidad de que los libros que me importan quizás no tengan todos dos mil años o más, como decía el profesor Gadamer, pero sí son siempre los de los amigos que uno tiene entre los vivos y los muertos. Los olvidos de la industria cultural, o, más bien sus enterramientos y soterramientos, no me importan absolutamente nada. Y no hay que olvidar tampoco que ciertos momentos históricos de envilecimieto y barbarie no son dignos de ciertos libros. Quizás ni pueden ser entendidos, y, desde luego, son odiados o despreciados; así que no es que esos libros sean olvidados o declarados muertos y enterrados, sino que son ellos los que resultan incompatibles con esas situaciones de barbarie o envilecimiento. Quizás se podían regalar a escuelas, colegios, prisiones etc., pero es también un asunto económico, asunto de producción excedente, como le decía; y se resuelven como se resuelven estas cosas».
Dice Armas Marcelo que «seguramente habría que inventarse un limbo que, ta
l vez, sin saberlo nosotros ya existe. Hay pueblos enteros sin bibliotecas. Llega internet y la televisión, pero no tienen biblioteca. Y a veces nos piden a gritos que les enviemos incluso «los libros que no quiere nadie». El mundo marginado es bueno para resucitar libros que creíamos muertos».
A juicio de Caballero Bonald, «mejor que eliminar esos libros invendidos sería saldarlos de algún modo o regalarlos a bibliotecas pobres de nuestro ámbito lingüístico. Pero quizá convendría hacer una purga previa, eliminando para siempre a los libros incorregiblemente ilegibles. Tampoco me parece mal que estos últimos libros sean reciclados para obtener una nueva pasta de papel».
¿Destruiría algún libro?
¿Hay algún libro sobre el que hayan sentido la inercia de condenarlo a la guillotina o al molino de papel?
Armas Marcelo subraya que «ningún libro merece la guillotina, pero tal vez "Mein Kampf" y todos los libros que defienden la mentira del racismo». Caballero Bonald asegura: «Por supuesto que he condenado a bastantes libros, pero no a la guillotina, que suena a brutalidad y terror, pero sí al cubo de la basura. De esos libros de inferior calidad tengo una lista que se va engrosando por días».
A Jiménez Lozano no se le ocurriría condenar a la guillotina un libro, «ni con la peor basura en forma de libro». Luis Mateo Díez coincide con el premio Cervantes: «La verdad es que no, ni el más perverso de todos los libros merece su liquidación. A un libro sólo puede condenársele con el olvido». Y Manuel Seco apunta: «Hay muchísimos libros que no me interesan, pero eso no quiere decir que los odie. La vida de los libros es para mí casi tan respetable como la vida humana».
Y Fernando Iwasaki remata: «Nunca he sentido un deseo así. Ni siquiera con los libros de matemáticas que utilicé en el colegio. Al contrario, ahora los conservo y se los enseño a mis hijas para que les conste que alguna vez tuve una cierta intimidad con los polinomios».