Entrevistas

Cuestionario librero 133: Sergio del Molino

Está destinado a ser una referencia en algo que llevaba lustros muy desdibujado en España, que es la figura del intelectual que busca (y consigue) “intervenir en la política desde la literatura”, por decirlo con palabras del prólogo de su nuevo libro. Los escritores, especialmente los poetas, suelen ser “floreros” decorativos en las recepciones oficiales, […]

Está destinado a ser una referencia en algo que llevaba lustros muy desdibujado en España, que es la figura del intelectual que busca (y consigue) “intervenir en la política desde la literatura”, por decirlo con palabras del prólogo de su nuevo libro. Los escritores, especialmente los poetas, suelen ser “floreros” decorativos en las recepciones oficiales, una buena foto para políticos que jamás les leerán, pero hay ilustres excepciones, también entre nosotros. Son columnistas y autores de libros que aprovechan los pasillos, las trastiendas, las fiestas y hasta los cuartos de baño para hacer apartes en los que, por encima del afán de obtener información privilegiada, se busca más bien una influencia real, algo que está casi más cerca de la conspiración. Sucedió con Pla (con impacto rastreable en la política catalana), con Umbral (aunque pasó de codearse con el poder a alternar demasiado con Pitita Ridruejo) o con Vázquez Montalbán… periodistas especialmente incisivos y brillantes que acababan no sólo analizando la realidad sino alterándola. Hacía bastante, decíamos, que no surgía en ese sentido una figura de la fuerza de Sergio del Molino, quien con La España vacía pasó de un lugar donde están muchos a un espacio de relevancia en el que, hablando en serio, no hay ya casi nadie. Su libro colocó en la primera línea de la agenda política el asunto de la despoblación y de la gestión del territorio, tanto el real como el sentimental, dejando así para la literatura “una psicogeografía de afectos a partir de las ruinas que dejaron los éxodos campesinos”. Y es que mientras esperan a que lleguen hasta ellos los trenes o el wifi, los pueblos de la España abandonada son grandes gestadores de símbolos, y Sergio del Molino tiene una capacidad formidable para intuirlos y explicarlos. Con una prosa realmente soberbia, muy bien documentado e informado y con una agudeza abrumadora, publica ahora Contra la España vacía, que es mucho más que unas apostillas o una puesta al día: no, es un ensayo nuevo y revelador sobre otros temas, como Cataluña o la perspectiva “hípster” de la democracia liberal. Quedamos, en fin, con Del Molino en la plaza de San Francisco de Zaragoza, muy cerca de la librería Cálamo, y allá le entregamos un cuestionario librero rematado con dos preguntas de Francisco ‘Coco’ Izuzquiza, de la Librería Modesta (Madrid).

[Fotografía: Sergio del Molino, en Zaragoza, 28 de agosto de 2021. Fotografía de Juan Marqués.]

¿Cuál fue el libro que inoculó en ti el veneno de la lectura?

Siempre digo que fueron las novelas de Verne, que me regalaron a los ocho años, pero tuvo que haber algo antes, porque ningún niño lee libros decimonónicos de tipografía apretada si no se ha entrenado a fondo con cositas más fáciles. El caso es que no recuerdo qué hubo antes.

¿Hay algún personaje de novela al que te gustaría parecerte (o te hubiera gustado cuando lo leíste)?

Es muy triste, pero siempre he querido ser el tipo que escribe las historias. Me daba envidia el señor que llenaba cuartillas, me parecía que su vida era muy apetecible. No hay que aclarar lo equivocado que estaba.

¿Cómo eliges tu siguiente lectura? ¿Qué peso tiene la selección de la librería o la recomendación del librero / de la librera en tu decisión de compra?

Parte de mi trabajo consiste en leer, aunque no soy crítico, por lo que selecciono las novedades en función de cómo las puedo aprovechar para mi trabajo en la radio y en el columnismo. Eso hace que el gusto y el capricho sean factores secundarios: muchas veces elijo lecturas porque me dan pie para armar mis propios discursos. Si leyera sólo por placer, escogería otros libros y no estaría tan pendiente de las novedades. Aun así, hay dos o tres libreros en España, no diré cuáles, que siempre consiguen endosarme libros a los que no llegaría por mí mismo y que, muchas veces, han sido hallazgos deslumbrantes.

Sé valiente, por favor: ¿qué lectura “insoslayable” tienes todavía pendiente?

Muchísimas, ojalá fuera solo una. Entre los clásicos, el Decamerón. De los más contemporáneos, me faltan italianos como Buzzati, y a Pavese lo tengo poco tocado, más allá de El oficio de vivir, algo que me avergüenza mucho cuando voy a presentar mis libros a Italia y me toca charlar con escritores italianos.

¿Sabes de algún libro extranjero que habría que traducir con urgencia, o alguno descatalogado o muy desconocido que haya que reeditar para bien del mundo?

Fathers and Sons, de Alexander Waugh. No me cabe en la cabeza que no esté en Acantilado o en algún sitio así.

Algún vicio inconfesable sobre libros (subrayar, tirar a la basura, robar, gastarte lo que no tienes, esconder los libros que compras para que no te riñan en casa, hacer listas y hasta estadísticas con los libros que lees, leer hasta el ISBN y el colofón…)

Comprar clandestinamente (llegué a plantearme abrir una cuenta corriente aparte para que mi mujer no supiera cuánto me gasto en libros), sin duda. Soy un lector muy poco cuidadoso y nada fetichista. Para mí, el libro es un material de trabajo, y como tal lo trato: subrayo, doblo esquinas y anoto en los márgenes con lo que tenga a mano, incluso con rotulador. A los amantes de los libros, los que se excitan eróticamente con el objeto, les parezco un monstruo. Pero mi manía más psicótica es que no me gusta que la gente sepa lo que leo cuando leo en público. Siempre dejo los libros con la portada boca abajo y procuro tapar la cubierta cuando voy en el tren.

Define tu perfil de librero/a ideal: tímido/a, parlanchín/a, con un ordenador en la cabeza, sabelotodo, a la última, clásico/a…

Echo de menos a los libreros huraños, los que no tenían café ni sofá ni te recomendaban nada a no ser que llevaras diez años comprando a diario y te hubieses ganado su respeto a base de perseverancia.

¿Qué tiene que tener una librería para que te apetezca volver a ella?

Una buena selección con miras muy abiertas, que no parcele demasiado los géneros (que no tengas que buscar los ensayos en el hueco de la escalera donde está la sección de “antropología”, vaya) y que se note que hay un criterio en la ordenación de las mesas y escaparates, que no se lo ha montado el comercial de turno al gusto del departamento de marketing de su grupo editorial. Es desolador encontrar la misma selección de libros en el mismo orden en tantísimas librerías distintas. Hace poco vi que un librero había colocado una pila enorme de mi último libro en la sección de “historia vasca”, y me pareció fenomenal. Me dije: he aquí una librería con carácter. Le compré media docena de libros (de otros, no de los míos, claro) y volveré a ella cuando regrese a esa ciudad.

Recomiéndanos, por favor, un clásico (o varios) y un libro reciente.

Como clásico, toda la serie segunda de los Episodios nacionales. Como libro reciente, Breviario provenzal, de Vicente Valero.

[Y la pregunta 10 (y la 11) la lanza Francisco ‘Coco’ Izuzquiza, de la Librería Modesta (Madrid):]

“Hola Sergio. Como en las ruedas de prensa en La Moncloa, ahí van dos preguntas (me da no sé qué hacer tres)…

La primera: Cuando lees la última página de Contra la España vacía y lo terminas, tienes la sensación de que lo escribiste con un tono de “Bueno, hasta aquí hemos llegado. Estoy un poco harto. Me voy a explicar, se van a enterar…” ¿Es así?

No, en absoluto. Puedo poner mucha pasión y tensión en un texto, pero nunca me mueve la revancha ni el se van a enterar. Son impulsos estériles en la literatura. Escribir un libro exige una entrega agotadora y desgastadora, no te comprometes tantísimo ni trabajas tanto por algo tan banal como dar en los morros a nadie o replicar dimes y diretes. De hecho, esa última página es de las más intimistas y confesionales del libro, no hay asomo de chispún polemista. Sí ha querido ponerme un poco serio y estrechar el margen a los equívocos y a las interpretaciones imaginativas. Mis ensayos anteriores tenían mucha más ambigüedad y se prestaban a lecturas mucho más abiertas. Aquí he tirado por la calle de lo explícito y directo, pero no por despecho, ni muchísimo menos. El despecho me lo curo bebiendo vino con los amigos. Por ejemplo, en ese sitio italiano que hay al lado de tu librería.

La segunda: ¿Escogiste tú el título? Comercialmente brillante, pero un pelín desconcertante.
Y enhorabuena por el libro. ¡Ha salido redondo y nos ha hecho disfrutar mucho!”
Gracias mil. Siempre escojo los títulos, aunque haya discusiones y debates con la editorial. Opina mucha gente, no sólo la editora, hay reuniones de marketing y de comunicación y todo el mundo dice algo. Escucho las razones de todos, pero decido yo. Que el título sea desconcertante me lo tomo como un elogio. Creo que los títulos no deben explicar los libros, sino funcionar como pórticos e invitaciones a la lectura. Nada peor que un título que lleve la sinopsis en su sintagma.