Las palabras de Francisco Brines

Hacía ya muchos años que era anciano aquel que más exaltó entre nosotros la juventud, aquel que mejor explicó qué significa ser joven…, pero con qué ejemplaridad y qué discreción ha sabido apagarse Francisco Brines hasta ayer mismo, cuando murió, a los 89 años, en un hospital de Gandía. En noviembre escribimos felices aquí sobre […]

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Hacía ya muchos años que era anciano aquel que más exaltó entre nosotros la juventud, aquel que mejor explicó qué significa ser joven…, pero con qué ejemplaridad y qué discreción ha sabido apagarse Francisco Brines hasta ayer mismo, cuando murió, a los 89 años, en un hospital de Gandía.

En noviembre escribimos felices aquí sobre él, cuando se anunció que le había sido otorgado el Premio Cervantes, y hoy hemos de volver a escribir sobre él, tristes por su muerte pero alegres por su vida, y sobre todo agradecidos por su poesía. Lo de que la luz es inmaterial no es cierto, o al menos no es exacto: la obra poética de Brines, una de las mayores de las últimas décadas, es el testimonio firme de un fulgor sostenido, con zonas de resplandor y momentos de sombra, pero siempre en tensión vital y poética.

“Yo me he vaciado en mi obra –escribió Juan Ramón Jiménez–. ¿Morir yo? A la muerte sólo irá mi cáscara”… A la hora de hacer balance sobre la vida y la poesía de Francisco Brines, la sensación es parecida, aunque en el caso del valenciano la expresión sería menos triunfal, más en voz baja. Hay poetas que como él, como ellos, efectivamente parecen entregarse por entero en sus palabras, darse plenamente, volcarse definitivamente en sus versos, casi como en un sacrificio, haciendo con ello que vida y poesía sean inseparables, logrando que el aliento parezca equiparable al texto, una sola cosa experiencia y palabra. Cualquier persona sensible puede comprobarlo al abrir cualquier libro de Brines y leer al azar: no hace falta acertar con tal o cual poema especialmente inspirado, porque, como casi todo en literatura, es una cuestión de tono, y en poesía es esencial la humildad de fondo, la actitud vigilante, la sensibilidad agradecida: “Yo no era el mejor / para mirar la tarde / pero me fue ofrecida: / y en mis ojos / se despertó el amor / sin gran merecimiento”…

No hace ni diez días que las autoridades del Estado acudieron a la famosa casa de Brines en Elca (tan bien dicha tantas veces en sus versos) para entregarle el Premio Cervantes. La trágica pandemia que nos rodea nos está dejando, sin embargo, grandes momentos antes imposibles, como que sean los reyes los que acuden a las casas de los poetas, y no los poetas los que son llamados a palacio. Y al margen de ideologías o de perspectivas sociales, y aparte de la demostrada y profunda humildad de Brines, ha de haber algo impresionante en culminar tus días en este mundo viendo cómo una comitiva de reyes y ministros llama a la puerta de tu casa familiar de siempre para agradecerte tu trabajo y pedirte que aceptes el premio literario más importante de tu idioma.

Cualquier muerte deja tristes a quienes querían o admiraban al que ha de irse, pero la muerte de los poetas de la talla de Brines deja aturdido a todo un país, a toda una lengua. Nos quedan sus poemas, desde luego, y pocas veces ese topicazo será tan efectivamente consolador, pues, como decíamos, la sensación nitidísima ante su poesía es la de que ahí está él, que esas palabras son él, y que tener sus libros en casa es de algún modo extraño pero también cierto tenerlo con nosotros para siempre, y que gracias a ello nuestras casas, tan pequeñas y modestas, adquieren también algo de palacio.

Descanse en paz, en su luminosa tierra, el poeta que mejor miró las tardes y que supo cantarlas con un amor más verdadero.

Juan Marqués, ‘Las Librerías Recomiendan