"Escarcha" de Ernesto Pérez Zúñiga
En septiembre de 2016, Ernesto Pérez Zúñiga publicó No cantaremos en tierra de extraños, y desde su mismo planteamiento se intuía que esa novela inauguraba algo nuevo en su obra, no sólo más ambicioso sino acaso más autoafirmado, más seguro. Aquella novela, en la que literalmente se atravesaba la España de 1944-1945, comenzaba muy alto y aún iba creciendo, ganando en convicción, lo cual culminaba en la cuarta sección, tan poética, tan diferente, tan rebosante de cosas que subrayar, sutilezas e intuiciones que elevaban el texto. El escritor madrileño-granadino es un maestro de las sugerencias, y su narración rebosaba insinuaciones, sobreentendidos, algunos dolorosos, otros liberadores… En ese sentido era muy reconfortante, y también aleccionador, que una novela así terminase con la palabra “sonrisa”, y que fuera además la sonrisa de una niña que se llamaba Beatriz (esto es, “la que engendra felicidad”). Era el mejor final posible para un relato que, por otra parte, había tenido el buen tino de ser expuesto con un aire de western: resultaba muy eficaz esa sensación de territorio enemigo, de peligro constante, de dormir con un ojo abierto y el revólver a punto.
Pero si decimos que aquellas páginas comenzaban algo distinto es sobre todo porque se adivinaba que el autor no iba a desprenderse de sus criaturas, que iba a ser leal con ellas y les iba a ofrecer continuidad, que algún día sabríamos qué había sido de Beatriz y de su propia descendencia… Pérez Zúñiga ha sido siempre muy buen amigo de sus propios personajes. Los somete con frecuencia a situaciones o traumas terribles, pero el balance es notablemente favorable al lado luminoso de las cosas. Y desde el mismo comienzo de esta Escarcha de hoy confirmamos que se nos va a contar otro tramo de la historia de España, el de la llamada “Transición”, pero a través del nieto de Ramón Montenegro, héroe de la novela anterior, al que se alude con frecuencia, y cuya melodía biográfica perdura.
En 1977 las historias de la guerra todavía se cuentan “de reojo” (según se apunta en la página 71)…, y la Iglesia mantiene un poder casi totalitario sobre la vida de los españoles, algo que en Escarcha está bien encarnado en “el Pájaro Negro”, un sacerdote al que el pueblo llama así por ser, efectivamente, de muy mal agüero, y por su carácter de “gafe”: no es ésa, ni mucho menos, la única superstición que palpita y funciona en el libro, en el que, como en No cantaremos en tierra de extraños, hay algo muy profundamente español, genéticamente nuestro, que es algo que tal vez podrían percibir más nítidamente que nosotros los potenciales lectores de las traducciones que de sus novelas puedan hacerse a lenguas extranjeras. Pérez Zúñiga está retratando y desplegando una identidad colectiva en diferentes tiempos. Unas identidades, cabría decir, pues los bandos enfrentados en 1936 perduran cuarenta años después: unos desprecian a Federico García Lorca y otros lo admiran, y todos actúan en consecuencia.
En las novelas de Ernesto Pérez Zúñiga siempre asistimos a cierta redención, a actos de entrega y heroísmo en medio del peligro, a situaciones donde, entre un humor siempre elegante y una rabia explícita ante el hecho de que no podamos ser mejores, acaba imponiéndose lo más noble y lo más limpio que pueda haber en nosotros. Escarcha, afortunadamente, no es una excepción, y en ella encontramos los numerosos registros de la prosa de su autor: el lírico, el casi barojiano a la hora de disponer los acontecimientos, el sentimental, el reivindicativo, el paisajístico, el telúrico, el psicológico... Los abusos sexuales o la violencia doméstica son temas laterales, pero implícitamente centrales de lo que se quiere contar: un país a medio hacer después de la destrucción, de la enemistad. Las primeras lecturas, las consecuentes militancias, las drogas ingenuas o, por supuesto, los amores rematan lo que Escarcha tiene también de novela de educación. Y eso de ser joven o adolescente en el momento de la muerte de Franco, ese doble despertar, es algo que la narrativa y el cine españoles nos han contado muchas veces, pero pocas con la intensidad sin unción, la belleza sin edulcorantes, la calma sin candor y el afán conciliador de estas páginas.