"Todos marcharon a la guerra", de David Vogel

Todos marcharon a la guerra

Todos marcharon a la guerra

Vogel, David

ISBN

978-84-16461-14-1

Editorial

Xordica

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Hemos leído muchos libros sobre campos de concentración, pero en ellos pocas veces como en este párrafo se ha acertado a expresar la mezcla de tedio y temor que existía allí entre los hacinados: “En ese momento la habitación quedaba ordenada, el trabajo se había terminado y un día más, eterno y monótono, igual que el de ayer y anteayer, se abría delante de ti: de nuevo saldremos un rato al patio, intercambiaremos unas palabras con este y aquel, entraremos a ver a la pandilla en la otra habitación durante un rato y saldremos de allí mirando al vacío mientras esperamos el almuerzo que nos sacará del aburrimiento. Un sinfín de preocupaciones de todo género te roerá la cabeza, además del perenne y oculto temor a algo indefinido por venir, que no te abandonará ni por un instante”.
Su autor fue David Vogel (ucraniano de 1891 pero nacionalizado austriaco desde 1925), y trágicamente acertaba al sentir ese “temor a algo indefinido por venir” porque terminó asesinado en el campo de exterminio de Auschwitz en 1944. Antes, a comienzos de 1940, había contado en Todos marcharon a la guerra, que ahora se presenta por primera vez en castellano (traducido desde el hebreo por Rhoda Henelde y Jacob Abecasis), su penosa experiencia en el centro de internamiento de Bourg y en los campos de concentración franceses de Arandon y Loriol, donde sucedió todo eso que ya sabemos, donde se cuenta lo previsible, y donde sin embargo leemos como si fuera por primera vez hechos tan inverosímiles como veraces. Judío de nacionalidad austriaca en Francia, Vogel lo tenía francamente mal cuando en 1939 Francia declaró la guerra a Alemania, momento en el que arranca el libro para señalar cómo los sucesos de la Historia van a atropellar los derechos de un ciudadano. Recluido como si fuera alemán, enseguida es su religión la que, sin demasiados disimulos, justifica entre sus captores la continuidad de su reclusión, y su traslado a campos específicos para judíos. La locuaz francofobia del autor queda explicada de un modo difícilmente rebatible, y se une a una larga lista de testimonios directos sobre la inmensa culpa de Francia en aquellos años, antes incluso de la Ocupación.
David Vogel, con una prosa sencilla pero realmente atractiva y exacta, consigue tejer un libro amable y terrible a la vez, escrito con cierta actitud kafkiana (kafkiana de El proceso) en el sentido de que el protagonista asiste a todo lo que le pasa fingiendo no entender nada, subrayando el absurdo de los motivos por los que se les busca y se les reúne bajo vigilancia en condiciones denigrantes, con una ingenuidad que en buena medida es postiza, estilística, pero literariamente eficaz porque expone cómo la realidad puede ser llegar  a ser literalmente inexplicable, grotesca: “Estaba enjaulado, recluido. Por vez primera, sentí que no se trataba de ficción, sino de una amarga realidad. Habían aprehendido a un hombre que no había hecho ningún mal a nadie y lo metían en la cárcel. Lo sentí como una afrenta personal, como si me hubiesen abofeteado en plena calle, menospreciado como ser humano delante de muchísimas personas”. Es, por supuesto, un libro herido, y además pesimista (y el tiempo le daría la razón a Vogel, al menos en cuanto a su destino particular), y sin embargo hay espacio para el humor, o para retratar ciertos momentos de generosidad en medio del hambre, la suciedad, el miedo, la enfermedad o la desesperación.
Hay como una obligación moral, un deber civil, en leer a quienes murieron asesinados en los campos de exterminio, al menos cuando escriben sobre todo eso que les estaba pasando. Los testimonios en primera persona de aquellos hombres y mujeres es todo lo que les queda a aquellos a los que les quitaron todo del modo más inhumano: es su voz, su memoria, su protesta, su advertencia. Son textos vigentes por definición, documentos de primer grado. Pero si además están escritos con la altura literaria de Todos marcharon a la guerra, con su espíritu bondadoso y modesto, con su moderación estratégica en medio de la indignación, con su prosa sagaz e indagadora… la lectura se convierte, además de en un recordatorio necesario, en un placer. Un placer en tensión, un placer estremecedor, un placer, sí, culpable, pero no porque estemos disfrutando de un libro estupendo, sino por la consciencia releída y renovada de todas las cosas que hemos hecho.

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