“Gestar un tópico” de Azahara Alonso

Gestar un tópico

Gestar un tópico

Alonso Gómez, Azahara

ISBN

978-84-18065-08-8

Editorial

Ril editores España

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“Mi palabra preferida es el lenguaje“, afirma Azahara Alonso (Oviedo, 1988) en el centro de un libro que, en efecto, tiene lo lingüístico como campo semántico principal, el protagonista y el motor de todo el libro, el nudo del asunto: desde el título de la primera sección, “Mi nombre es una errata”, hasta el desfile de gramáticas, homonimias, pleonasmos (en un chispazo brillante: “releer por placer como si no fuese esto un pleonasmo”), conjugaciones, sinestesias, dobles negaciones o marcas de discurso, la meditación sobre cómo el lenguaje construye la realidad es constante, y no es en absoluto incoherente que en otro sitio se declare que “espero no explicarme por completo”, por razones a las que ella misma parece responder en el final de otro poema: “No es que el lenguaje tenga límites. // El límite es, en lenguaje, / una identidad”.

En guerra personal contra la literatura anodina desde los aforismos de su primer libro, Bajas presiones (Trea, 2016), donde entendía que “un escritor que elige sus temas no es más que un cronista”, Alonso ha elegido ahora un título general que también delata que lo suyo es una poesía indagadora, pero sin demasiados agobios, una poesía seria en las intenciones pero sonriente en las formas, autoexigente consigo misma pero amable con el lector, en el sentido de que claramente es una poesía ambiciosa, que anhela ser significativa, pero que no está dispuesta a serlo a costa de la frialdad o la excesiva espesura retórica. Y es verdad que la poesía admite mal los adjetivos, no sólo en el interior del texto, sino los epítetos a la hora de calificarla: no nos gusta la poesía metalingüística, ni la poesía religiosa, ni la poesía erótica, ni la poesía belicista, ni la poesía feminista, ni la poesía del paisaje… Nos gusta la poesía buena y no nos gusta la poesía mala. Y, siguiendo con el aforismo citado, no nos gusta especialmente ningún “poema sobre nada”. Como decía Bergamín, no hay nada peor que lo hecho adrede: si algo está demasiado pensado, ya pierde mucho de su valor o, desde luego, de su naturalidad, de su espontaneidad, de esa “verdad” de la que Alonso también sospecha (“La verdad y la falsedad pertenecen al orden del conocimiento, no del arte”). Y, por otro lado, conviene recordar que el discurso inteligente no es monopolio de la poesía filosófica: también en la “poesía sentimental” que busca la emoción puede haber, digamos, altura “intelectual”.

En esta poesía inquieta pero serena (“mi único vicio es el de verme siempre en otra parte”), escéptica pero chispeante (“¿Cómo es posible que de todos los dioses que hemos inventado no comparezca ni uno solo?”), más bienhumorada que sus conclusiones, autoirónica (“Mi fe no mueve nada”) sin llegar al sarcasmo, Azahara Alonso prolonga la brillantez a veces destellante de Bajas presiones (“La imprenta le ha quitado la sombra al árbol”) y persevera en esa búsqueda a tientas por los secretos del lenguaje, es decir, por nuestros secretos, los de la historia colectiva y los de la psicología de cada cual, y “toda la psicología no es más que un trabajo de seducción para que dejemos de tomarnos en serio”. Esa actitud desengañada pero también desenfadada es la gran conquista de este libro, el tono  que lo eleva y que acaba cayendo bien, lo que la hace oscura pero no pedante, mucho más estimulante que frondosa. La poesía es una de las cosas más importantes de la realidad, y por eso conviene no tomársela tampoco demasiado en serio, o que al menos no lo parezca.

Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan

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