"La azotea" de Fernanda Trías
“¿Qué mejor venganza que escribir una buena novela?”, afirmaba el narrador de El desorden de tu nombre, de Juan José Millás (una novela que, aunque parezca mentira, cumplió el año pasado treinta años), y es algo que se recuerda al leer este primer título de la nueva editorial madrileña Tránsito, que recupera una novela que la escritora uruguaya Fernanda Trías publicó con éxito en 2001, una novela hipnótica y poderosa sobre cómo pueden llegar a torcerse las cosas, una novela llena de silencios y de secretos sobre lo que puede llegar a suceder cuando se tiene, digamos, una mala relación con la realidad.
Aunque la azotea que da título y sentido a la novela no aparece mencionada hasta el ecuador del texto (y se renuncia a ella poco después), se eleva como una poderosa alegoría de una vida menos opresiva, de un mundo un poco más ancho, de un cielo liberador. Cuando la cotidianeidad es tan angustiosa que “el silencio es tal que hasta tiene sus propios sonidos”, un poco de azul y de oxígeno lo es todo, y es también la propia narración la que se ve, de repente, mejor ventilada, aunque se intuye que es sólo un espejismo, una pequeña tregua antes de un desenlace que se presiente siniestro desde el mismo planteamiento de la novela. La narración no tiene futuro, sólo un final, que es la culminación de una cadena de acontecimientos que sólo se nos explica parcialmente, de modo deliberadamente incompleto y sutil: es una cadena de sucesos que comenzó con un accidente y derivó en una depresión y un duelo exagerado que a su vez da lugar a un aislamiento que… “Es increíble cómo las cosas deben tocar fondo para que una reconozca lo que está pasando”, dice para sí la protagonista, poco después de extraer determinadas conclusiones de la experiencia de su padre: “El mundo es malo. Las calles son peligrosas y no se puede confiar en la gente. […] Hasta el día de su muerte mi padre veneró un mundo que no hizo más que robarle todo lo que quiso”.
El luto deriva en reclusión, la reclusión en pobreza, la pobreza en frío, el frío en locura…, pero, al margen de la tragedia anunciada, todo eso produce también una extraña y desasosegante belleza, cierta sabiduría enferma. “A veces parece absurdo que el tiempo siga pasando”, se lee aquí, y en el monólogo de Clara hay también momentos de una indiscutible intensidad lírica: “Cuando no puedo dormirme pienso en el color azul”. Con alguna noticia sobre su infancia desubicada, o ante la evidencia de su inseguridad, la narradora completa un autorretrato en el que los lectores, con preocupación creciente, la vemos descolgarse poco a poco desde las alturas de la lucidez hasta los sótanos de una demencia que tiene también su punto perverso (y en ese sentido recuerda bastante a la terrible narración El papel pintado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman, donde la maternidad tiene también un papel determinante) o, lo que es todavía peor, desde la bondad hasta la violencia.
Fernanda Trías ofrece una historia tan de puertas adentro que resulta agobiante, y una indagación psicológica tan minuciosa que ya no supone algo intimista sino más bien algo psicoanalítico, un descenso al infierno de nosotros mismos. Y por volver a nuestra primera línea, una buena novela puede, en efecto, ser una revancha contra las cosas que nos anulan o nos destruyen, pero nadie dijo que una buena novela no pueda hacernos pasar un mal rato.