“Totalidad sexual del cosmos” de Juan Bonilla

Totalidad sexual del cosmos

Totalidad sexual del cosmos

Bonilla, Juan

ISBN

978-84-322-3490-3

Editorial

Seix Barral

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Juan Bonilla ha creado a un personaje perfectamente real, el restaurador Tomás Zurián, que a su vez viene a inventarse a un personaje histórico, la pintora y escritora Carmen Mondragón, alias Nahui Olin. O mejor: Juan Bonilla ha reconstruido el proceso de reconstrucción que llevó a cabo Zurián para recuperar la obra y la vida de la enigmática Olin. O aún mejor, para quien lo sepa entender: Bonilla ha escrito la ‘quest’ de una ‘quest’, es decir, que más que una biografía ha publicado algo así como el making of de un making of, que al cabo resulta una biografía doble: no sólo de Olin, a cuya vida, cronológicamente ordenada (pero sin referencias cronológicas) se dedican las primeras doscientas páginas de Totalidad sexual del cosmos, sino de Zurián, que comparece al final para dejarse claro que, debido a su obsesión, su propia vida quedó anulada en servicio de la recuperación del legado y la memoria de Olin, enamorado de un recuerdo fulgurante, de unos ojos verdes enterrados…

Bonilla, en fin, ha investigado una investigación: la que Tomás Zurián llevó a cabo desde 1978 (el año de la muerte de la artista, a los ochenta y cinco años) y a lo largo de la década de los 80, hasta culminar en 1992 con la exposición Nahui Olin: una mujer de los tiempos modernos, en el Museo-Estudio Diego Rivera de México D.F. Allí, por primera vez, se ofrecía una “exposición total” sobre una artista que había brillado fugazmente entre los años 10 y 30, llamando la atención como modelo para fotógrafos y pintores, y ofreciendo después sus propios poemas, sus propios cuadros, sus propios ensayos más o menos esotéricos, o, sobre todo, sus propios escándalos. Su vida fue muy larga, pero sus años de fulgor y (mala) fama fueron breves. La calidad de sus cosas no dio para elevar un mito más firme, y su leyenda fue sobre todo la de la mujer extravagante que hizo aún más estrafalarios a los personajes que anduvieron cerca de ella, como el Dr. Atl. Intensa pero coherente, ambiciosa pero muy a su modo, renuncio por ejemplo a Hollywood porque no percibió honestidad creativa o verdad en los decorados, en las bambalinas, en la industria, y ella anhelaba el arte, una expresión de vida que se correspondiera con su imaginación, con su perspectiva del tiempo y del espacio y del amor. No buscaba renombre, sólo que la realidad estuviese a la altura de su vida interior, y eso era complicado, no porque el mundo fuera demasiado prosaico, que suele serlo, sino porque su concepción de las cosas era tirando a demencial, como quedó claro en sus ensayos, en los que llegaba a refutar a Einstein. Esos artistas tan, digamos, íntegros, suelen acabar en el silencio, es lo natural, y el de Olín se prolongó durante décadas. Ella misma pudo asistir, ausente, indiferente, al olvido que caía sobre todas sus obras o, un poco más tarde, sobre su propio recuerdo, sombra ya de una mujer llamativa que había dado mucho que hablar en los años 20 y 30. Ella misma fue su propia obra maestra, una obra maestra bastante fulgurante pero fugaz, un tanto endeble, que, aunque sabía que “el infinito no cambia”, duró lo que duró su plenitud, su poder escandalizador.

Bonilla, con el mismo tono ágil, brillante y lleno de citas emboscadas con el que abordó en 2013 la figura de Maiakovski, en Prohibido entrar sin pantalones, pone ahora al día lo que se sabe sobre ella, aunque mucho de lo que se sabe son todavía conjeturas, dudas, incertidumbres, fantasías, sombras de sueños. Es lo que tienen los fantasmas: no hay modo de agarrarlos.

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