“Todos hablan” de Antonio Manilla

Todos hablan

Todos hablan

Manilla, Antonio

ISBN

978-84-121117-4-3

Editorial

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Es muy curioso lo bien que se llevan lo policiaco y el humor, incluso cuando este último no es principalmente, o en absoluto, la intención del género. Quien escribe esto pocas veces se ha reído tantas veces y tan alto con un libro en las manos que con las aventuras de Sherlock Holmes (me refiero, por supuesto, a las aventuras canónicas, las del corpus holmesiano original), y sin embargo difícilmente podría considerarse que lo que escribiera sir Arthur Conan Doyle fuera cómico: él sabía muy bien, como escritor maravilloso que era, utilizar la perspectiva de su narrador (casi siempre Watson) para gestionar los momentos de tensión o, mejor, de confusión, y para así llevarlos, muy conscientemente, a lo desternillante por absurdo, o por inverosímil, o por sorprendente (también lo hizo, por ejemplo, en El mundo perdido, desentendiéndose momentáneamente de lo puramente aventurero para regalar al lector algunas carcajadas)… Lo mismo se podría decir de los casos que Chesterton preparó para el padre Brown, pero es que estamos hablando de un tiempo (el siglo XIX) y de un contexto (el anglosajón) donde, bien aprendida la sublime lección de nuestro Cervantes, el intentar hacer reír de un modo muy serio era un elemento casi constitutivo de la literatura. ¿O no es abiertamente humorístico el celebérrimo primer párrafo de Moby Dick, y, por añadidura, buena parte de lo que le sigue? Y sin embargo, ¿a quién se le ocurriría afirmar que esa novela gloriosa es, ni siquiera secundariamente, una comedia?

Llevamos, literalmente, media vida leyendo los versos de Antonio Manilla, que a menudo, como en Suavemente ribera, ha alcanzado momentos sobresalientes. Cuando nos llegó hace unos días su premiada primera novela, y comprobamos que aparentemente se adscribía al “género negro”, cupo, en un primer momento, sorprenderse: “no le pega”. Y sin embargo sí, sí reconocemos plenamente al poeta Manilla en las peripecias que un personaje deliberadamente colectivo despliega en las doscientas páginas de esta nueva ópera prima suya. La trama va de prostitutas asesinadas, sí, y de investigaciones, y de sospechas, y de sorpresas, pero, aunque el asunto, obviamente, no tiene ninguna gracia (y Manilla en absoluto frivoliza al respecto), esos crímenes en serie, un tópico muy buscado, le permiten conseguir lo que claramente quiere, que es levantar un retrato común de las miserias y grandezas de esa ciudad que él mismo ha fundado, y que, llamada Entrerríos, puede que tenga alguna pequeña similitud o deuda con su León natal. Sea como sea, los diversos estamentos del municipio mueven sus piezas y sus temores y sus influencias ante esa ola de delitos, y se autorretratan desde el obispo hasta los comerciantes, desde la propia policía local hasta los hosteleros y los proxenetas o, todavía peor, los aspirantes a poetas.

Algún lector desprevenido puede tardar muchas páginas en advertir que la rimbombante prosa de buena parte de la novela delata que la cosa se desliza muy voluntariamente hacia la parodia, pero no tanto la parodia del género detectivesco como la parodia de la propia ciudad, un mapa de sus circunstancias, de sus derivas, de sus inercias, y, con ellas, una parodia de todos nosotros, una parodia intemporal y universal. Manilla es valiente, pues se arriesga a confundir, pero eso es lo que hacen los buenos escritores, no tener miedo a ser malinterpretados. Pero el humor no sólo asoma en los solemnes parlamentos de todos los personajes, más propios de una tragedia de Shakespeare, o en el puro retrato de buena parte de los pobres diablos que habitan el escenario, sino en el propio punto de vista. No es un humor tan acusado como, por seguir con los felices matrimonios entre don noir y doña risa, hemos disfrutado en los casos de Edmund Crispin (memorable el de su obra maestra, La juguetería errante) o viniendo a la referencia ineludible en el contexto español, los del innominado enajenado creado por Eduardo Mendoza (genial El laberinto de las aceitunas), pero eso es, en buena parte, por la condición de poeta de Manilla. Agazapados en los volantazos del argumento, hay momentos de enorme belleza, o de honda sabiduría o, sí, de gran poesía, no muy frecuentes, porque no se trata de eso, pero sí los suficientes como para que, por un lado, la lectura de esta novela merezca obviamente la pena y suponga un placer inapelable, y, por otro, nos reconforte la sensación de que, llevando las cosas muy al extremo, y forzando osadamente las simbologías, Manilla nos está diciendo que los sueños del desamor producen monstruos, y que, por el contrario, no hay que subestimar, en un contexto degradado, vulgar y egoísta, el poder del amor trabajado y meritorio, pues puede ser un poder redentor, salvador y rehabilitador hasta un punto casi exagerado.

Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan‘.

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