“Tres de ellos” de Arthur Conan Doyle

Tres de ellos

Tres de ellos

Doyle, Arthur Conan

ISBN

978-84-18153-34-1

Editorial

Ediciones Espuela de Plata

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Cómo echamos de menos la inocencia y qué poco lo advertimos, qué poco reconocemos cuánto nos reconocemos al vernos en contacto con la ilusión y la curiosidad y el candor de los primeros años… Hablo, por supuesto, de literatura: cuando Fernando Savater tituló La infancia recuperada su ensayo sobre las primeras lecturas utilizó una expresión exacta, como comprobamos siempre que, cada vez con menos frecuencia, ojeamos libros de piratas, de naufragios, de aventuras, de exploraciones, de descubrimientos, de casas encantadas… Quien juega con un niño vuelve a ser un niño, pero quien relee La isla del tesoro o El mundo perdido vuelve a ser ese mismo niño que él fue. Es la magia de la (buena) literatura infantil y juvenil, una magia que ya no nos proporciona la música que nos gustaba por entonces, ni el humor de los payasos, ni los trucos de los magos… Pero las buenas historias bien escritas mantienen su poder, con la ventaja de que han preservado además la ingenuidad maravillosa con las que las leímos las primeras veces. No sólo es la famosa “suspensión de la incredulidad”, vigente cuando leemos fantasía para adultos: es más bien la suspensión de la madurez. Retrocedemos décadas al leer esas páginas y volvemos a ser niños fascinados, encandilados, felices.

Ya he aludido a las aventuras del profesor Challenger, y es que escribo esto pensando en Arthur Conan Doyle, uno de los seres vivos que más horas de alegría en estado puro han proporcionado a quien esto escribe. Como en otros aspectos de la vida, es ocioso tratar de explicar el gozo que produce su literatura: simplemente hay que vivirla, sin más, sin degradarla por el camino de la explicación, del comentario… de la crítica. Quien lo probó lo sabe, y punto. Es un secreto sagrado compartido por decenas de millones de personas.

Ahora Renacimiento publica un libro de Doyle (¡bibliotecarios/as del mundo!: ¡con sir Arthur sucede lo mismo que con Poe y con Fitzgerald! ¡dejad, por favor, de colocarlos respectivamente en la C, la A y la S!…) en el que no sólo recuperamos desde la primera línea ese idioma tan propio del autor, tan automáticamente rejuvenecedor (pues para ello no hace falta que se hable de dinosaurios o detectives, basta con un tono, un estilo, una actitud, un “aire”…), sino que de hecho esta vez habla de niños. Tres de ellos, en efecto, reúne siete cuentos sobre tres hermanos escritos y publicados en revistas entre 1918 y 1923. En este último año se editaron por segunda vez en forma de libro, y fue entonces cuando el autor puso una breve introducción en la que, por si no había quedado claro, explica que la intención de esos relatos era “atrapar algunos fugaces momentos de la infancia, esos momentos que son tan infinitamente sutiles y tienen un raro encanto. No hay imaginación que pueda inventarlos […] No hay una frase en estos diálogos que no esté sacada de la vida. Si se objetase que no hay aquí nada notable, y que tres protagonistas presentan las mismas características generales de toda la niñez, el escritor no discutiría la justicia de la crítica, sino que deduciría que había tenido éxito en su intento”.

Son palabras que harán correr a las librerías a determinados lectores, que buscan en los libros exactamente eso: vida directa bien contada, con la ventaja de que la que aquí se recoge es además una vida suave, confortable, tierna, simpática, ocurrente y protegida. Nada extraordinario, ni falta que hace, pero expuesto con una sencillez difícil de obtener, esa que se perdió para este tipo de narrativa hacia, digamos, el final de la Primera Guerra Mundial, y que hasta entonces había sido la predominante y desde luego la más popular. Tras lo que leemos aquí se están literaturizando anécdotas probablemente “reales”: Laddie, Dimples y Baby son trasuntos de tres de los hijos de Doyle, quien por tanto sería ese padre ya maduro, comprensivo, acomodado, fumador, medio escritor, aficionado al boxeo y tendente a contar algunas batallitas sobre sus viajes del pasado. Las anécdotas son mínimas, y cualquier padre podrá identificarse: preguntas difíciles, trampas dialécticas, aprietos para explicar si en el Cielo se juega o no al criquet, reclamación de juegos y de cuentos, cuanto más salvajes e “inadecuados” mejor, vigilancia amorosa de la madre, coscorrones episódicos, niños sin sueño por exceso de sueños…

Juan Eduardo Cirlot, citando a alguien, decía en algún sitio que la diferencia entre un estilo y un ismo es que el primero es inconsciente. Está bien, pero no acabo de estar seguro de la inconsciencia absoluta de determinados tonos: Doyle, por ejemplo, sabía muy bien lo que hacía al escribir así, con enorme autoexigencia pero con desnudez, con enormes habilidades literarias pero con aparente ligereza, con tramas a veces enrevesadas o complejas o difíciles pero con una deliberada claridad. No conozco ninguna prosa superior a ésta.

Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan‘.

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