Al leer un libro, mucha gente recopila las frases que más le han gustado o llamado su atención y las apunta en un cuaderno. Es una forma de rescatar del olvido aquello que ha hecho que un libro pueda significar algo importante y profundo para alguien o que incluso pueda haberle cambiado la vida de alguna forma. Frases como huellas que te deja una historia, un personaje o una emoción concreta. Tan fuerte, tan cerca tiene tantas frases para no olvidar que creo que necesitaría un cuaderno entero sólo para este libro. Un padre dejando un mensaje tras otro en el contestador de su casa un once de septiembre por la mañana, un niño que duda si descolgar o no ese teléfono y que encuentra una llave y una palabra y no se arredra ante una ciudad llena de cerraduras, un superviviente de las bombas de Dresden que llega a Nueva York y empieza a perder palabras… Una novela llena de ternura, de imágenes preciosas, de ingenio, de dolor y de una imaginación prodigiosa que no se detendrá hasta encontrar el sitio adecuado para conservar los recuerdos.
Yo soy un librero de moral kantiana. La moral kantiana exige hacer lo que gustaría que hiciesen por uno, así como no dejar de hacer lo que no nos gustaría que dejaran de hacer por nosotros. Esto último supone el problema que tiene el protagonista de esta novela, un asesino a sueldo al que le queda un día de vida (dos a lo sumo), aquejado de múltiples dolencias y males frutos de un destino cruel que se ensaña con él, y que tiene que cumplir con el último encargo que le han hecho. Situaciones surrealistas, dificultades añadidas, nuevos males inesperados y la perseverancia de un estupendo personaje hacen de esta novela (ligera pero muy trabajada) una estupenda lectura,
La misma moral kantiana que mueve al protagonista me exige recomendárosla, confiando en que os haga pasar los buenos ratos que me hizo pasar a mí.
Lo que más me ha fascinado de estos relatos de Osamu Dazai es que en ocasiones uno no sabe cuánto hay de fabulación y cuánto de autobiográfico porque, con un poco que sepas de la vida del autor, percibes en algunas de las situaciones relatadas (intentos de suicidio, por ejemplo) un paralelo en la biografía de Dazai. Y la editorial Sajalín, sabiéndolo, tiene un estupendo detalle anteponiendo una foto (generalmente del autor) antes de cada relato, contribuyendo así a que cuando termines cada uno de te quede la duda de cuánto ha sido vivido. No de cuánto ha sido real, ojo, porque todo está escrito con un realismo abrumador.
En esta ocasión, José Manuel García Marín (Azafrán, La escalera del agua) nos narra la historia de dos personajes reales del siglo XVI que se conocieron en Fez y acabaron viviendo juntos en Mijas, algo extraordinario habida cuenta de que uno era esclavo cristiano y la otra una de las esposas del sultán Abu Abd Allah al-Burtugali. Con el estilo trabajado, detallista y pormenorizado que caracteriza al escritor, los hechos desde que Estevan Peres es hecho prisionero en costas malagueñas se suceden en una serie de avatares que sirven (además de para ilustrarnos respecto a aspectos de la vida en Fez, la cultura árabe o el día a día de los pescadores malagueños, por citar algunos) para contarnos una historia de amor entre dos personas fuertes (debieron de serlo para lograr lo que lograron) a las que nada unía (ni religión, ni origen, ni estrato social) más que sus ansias de libertad y su necesidad de estar con persona amada. Y escribo bien cuando pongo “nos narra” o “contarnos” porque, a mi juicio, José Manuel puede ser buen escritor pero es aún mejor narrador y, como en Las mil y una noches de las que saca la cita introductoria, uno se siente transportado cuando se le lee. El olor a jazmines que fascina a la adivina Bashira por retrotraerla a su infancia, la brisa de la costa a la que anhela regresar Estevan, los sonidos de la clepsidra cuyo funcionamiento es aparentemente mágico pero científicamente explicado en una novela, no por ello, exenta de magia (“la vida tiene magia”, dice Estevan cuando planean su huida)… uno siente que las cosas debieron ser así, así de bien están relatadas. Y que así fueran poco importa porque José Manuel es escritor, no historiador y, lo que nos ofrece, una historia, y no historia. Aunque, conociéndole, tendrá mucho de esta última.
“Los libros no tienen prisa, Yumana”
le dice la adivina Bashira a la joven sultana. Este les espera para transportarles ala Fez del siglo XVI, dispuesto a hacerles disfrutar del hermoso y más que verosímil relato de un hecho a todas luces excepcional.
Vinieron como golondrinas de William Maxwell es uno de esos libros que no hacen ruido. Modestamente situados en las librerías, cuando son descubiertos por el lector se transforman en recuerdos, sabores e infinitas sensaciones que se agolpan en la memoria y permanecen para siempre. Vinieron como golondrinas posee un encanto especial, repleto de momentos de una delicadeza inolvidable. Un libro recomendable, de una belleza melancólica que te reconcilia con la vida.
Para el niño de ocho años Bunny Morison su madre es una presencia angelical sin la cual nada parece tener vida; para su hermano mayor, Robert, su madre es alguien a quien debe proteger, especialmente desde que la gripe ha comenzado a asolar su pequeña ciudad del Medio Oeste norteamericano; para su padre, James Morison, su mujer Elizabeth es el centro de una vida que se desmoronaría sin ella.
“Un bello canto a una ciudad, un destello de vida en un mundo al borde del caos, una maravillosa historia de inmadurez que estalla en pedazos sin que podamos hacer nada. Franz Hessel desata el romanticismo en este “Romance en París” y nosotros recordamos a Truffaut y regresamos al Louvre para retar al paso del tiempo en una carrera imposible”
Por las calles de París, «la más carnal de todas las ciudades», pasean un hombre enigmático y una joven alemana que tendría que mejorar su francés. Lotte, la joven, quiere descubrir la «verdadera vida» de la ciudad, y su acompañante se presta, maravillado, a ayudarla en su iniciación. Corre el año 1912 y París vive un momento de ingenua y arrolladora felicidad: es el paraíso de artistas bohemios, escritores de mil lenguas distintas, mujeres alocadas y sus maridos burgueses (o viceversa). Sin embargo, la Primera Guerra Mundial pondrá muy pronto un fin brutal a esta fiesta, y Lotte y su acompañante parecen intuir ya, entre el champagne y las guirnaldas, las grietas de un tiempo y una vida que se deshacen. Así comienza una historia de la que hoy conocemos, curiosamente, mucho más de lo que su autor podía intuir cuando publicó este libro en 1920.
David Vann tardó veinte años en dar forma definitiva a esta novela. El tiempo que necesitó para intentar comprender un hecho que marcó su vida: el suicidio de su padre cuando el tenía trece años.
Una breve novela tan hermosa como dura. Un relato que crea una atmósfera de agobio en un paisaje inhóspito, gélido y desolador. Un paisaje del que se sirve Vann para exorcizar sus fantasmas y enfrentar la imposible relación entre un padre y su hijo adolescente. Un relato que nos desnuda como seres humanos y nos enfrenta a situaciones límite.
Una traducción impecable en un libro que no deja indiferente. Hay que leerlo.
Basada en hechos parcialmente autobiográficos el autor nos cuenta en dos planos narrativos la relación de una pareja durante sus treinta años de matrimonio.
Los capítulos impares nos narran como Enrique y Margaret se conocieron y el corto tiempo que pasó hasta que formalizaron su relación.
En los pares conoceremos las dos últimas semanas de vida de Margaret.
Una relación, pues, que está punto de acabarse debido a la enfermedad que a puesto fecha de caducidad a la vida de la protagonista femenina de esta historia.
Huyendo de la sensiblería, tentación segura ante el argumento de esta novela, el autor nos enfrenta a una situación límite a la que, por desgracia, un gran número de mortales sufre en algún momento de su vida. Y lo hace, colocando un espejo a lo largo del tiempo en las relaciones de toda pareja( entre los dos, con los hijos, con los padres y familiares, con los amigos, etc..)
Es estupenda la progresión de los dos planos narrativos, que van confluyendo en el final de la historia. Uno quita dramatismo al otro y con frecuencia consigue que sonriamos.