Zaragoza, ciudad creadora

Zaragoza es una ciudad que rebosa literatura, pero la cosa “empezó” regular… Es muy célebre el final de la primera parte de El Quijote, cuando Cervantes adelanta que en la segunda parte de la obra (y, por tanto, en la tercera salida de don Quijote), el hidalgo y Sancho Panza acudirían a Zaragoza para participar […]

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Zaragoza es una ciudad que rebosa literatura, pero la cosa “empezó” regular… Es muy célebre el final de la primera parte de El Quijote, cuando Cervantes adelanta que en la segunda parte de la obra (y, por tanto, en la tercera salida de don Quijote), el hidalgo y Sancho Panza acudirían a Zaragoza para participar en sus famosas justas caballerescas… En la literatura de la época (y en toda la anterior, desde la Antigüedad) los autores eran muy aficionados a “hacer spoiler”, y de eso se aprovechó Avellaneda, que en su Quijote apócrifo, por tanto, recogió esa prolepsis y encaminó a los personajes cervantinos, ahora adulterados, hacia “la capital del Ebro”. En 1615, al publicarse la segunda parte de Cervantes, los personajes han tenido noticia de ese “falso libro”, y por tanto don Quijote decide desacreditarlo por el curioso método de rectificar los planes originales y, “sin poner los pies en Zaragoza”, dar un considerable rodeo y conducir a Rocinante hacia Cataluña.

A falta de Quijote, bueno fue Baltasar Gracián, nacido en 1601 en Belmonte de Calatayud (hoy Belmonte de Gracián), y que sí puso los pies en la ciudad para estudiar Teología, pero sobre todo puso esa famosa “agudeza” que deslumbró al mundo mucho más de lo que tenemos en cuenta, convirtiéndolo en el primer best seller aragonés. Su éxito literario, moral y, al cabo, comercial, fue debido sobre todo al Oráculo manual y arte de prudencia y a la Agudeza y arte de ingenio (por encima de El Criticón, su obra mayor). Schopenhauer contó que aprendió español para poder leer a Gracián directamente (lo que no sabemos es si lo logró, porque podemos dar fe de que Gracián es oscuro hasta lo impenetrable incluso para estudiantes de Filología que tienen el español como lengua materna), y los breviarios gracianescos todavía son hoy de lectura obligatoria en algunas facultades alemanas como paradigma de la literatura barroca.

Cuatrocientos años después, viniendo a lo de hoy, es Irene Vallejo la que deslumbra al mundo. Esa zaragozana de 1979 es, ella misma, un milagro a la que le ha ocurrido un justísimo y reparador milagro, y nuestros nietos ya no sabrán lo que significa la expresión “venderse como rosquillas”: circulará entonces el “venderse como juncos”. Ahora la Universidad de Zaragoza publica Los sueños de mis fantasmas, el discurso en el que Vallejo aceptaba el nombramiento de Alumna Distinguida.

Por otra parte, El infinito en un junco (al que le concedimos el Premio ‘Las Librerías Recomiendan’ de no ficción de 2019) tuvo precedentes locales inmediatos en lo que tenía de bombazo editorial más o menos inesperado. Ordesa, de Manuel Vilas, y La España vacía, de Sergio del Molino (que va a ser inminentemente reeditada y ampliada en Alfaguara), también nos llegaron desde Zaragoza, de forma que, Patria aparte, en el póker de los “pelotazos” literarios del último lustro hay tres ases aragoneses (a lo que hay que añadir que Fernando Aramburu estudió Filología Hispánica en Zaragoza, algo que apuntamos sobre todo para dejar recordado ya que la ciudad –y en general Aragón– ha sido una sorprendente cantera de filólogos, igual que lo fue de impresores, o de bibliotecarios, o de bibliófilos, o, desde luego, de libreros…: aragoneses fueron Manuel Alvar, Pedro Laín Entralgo, Domingo Ynduráin, José Manuel Blecua o Fernando Lázaro Carreter, y aún siguen dándonos lecciones sublimes otros como Aurora Egido, José Manuel Blecua Perdices, José-Carlos Mainer, el extremeño asimilado Agustín Sánchez Vidal, Antonio Pérez Lasheras o Túa Blesa). Y no queremos olvidar a los historiadores Julián Casanova, último Premio de las Letras Aragonesas, o al profesor en Grenoble Nicolás Sesma Landrin, que prepara una gran historia del franquismo para la editorial Crítica. O los ensayos del pintor oscense Antonio Saura, los diarios del pintor zaragozano Pepe Cerdá y los estudios del bibliófilo Javier Barreiro o de la historiadora del arte y comisaria (y ahora galerista y librera) Chus Tudelilla.

Volvamos un poco atrás, no mucho. Personajes aragoneses como Fernando el Católico, Miguel Servet, Francisco de Goya, Luis Buñuel (cuya Obra literaria reúne estos días Cátedra) o Carlos Saura han hecho correr Ebros de tinta, pero para quien quiera asomarse a lo que es específicamente la producción literaria local aragonesa, y proponiendo un “plan de estudios” inaceptablemente escueto, le diríamos que, de los Siglos de Oro, y Gracián aparte, curiosee en la obra poética y teatral de los hermanos Argensola; del siglo XVIII… bueno, en el contexto español del siglo XVIII no hay mucho que leer (o, por lo menos, que disfrutar), pero sí hubo importantísimos ilustrados aragoneses, como el conde de Aranda o Ramón Pignatelli, y los interesados en la “literatura de Indias” han de conocer el Viaje por la América Meridional de Félix de Azara; mientras que del XIX hay que navegar en la bibliografía sobre “los Sitios” de Zaragoza, hay que abalanzarse a la Vida de Pedro Saputo, de Braulio Foz, y hay que leer a Joaquín Costa (o, mejor, bibliografía secundaria sobre él) y a Santiago Ramón y Cajal, por lo menos las memorias.

Llegamos al siglo XX. Antes de la Guerra Civil brilló el zaragozano (de Codo) Benjamín Jarnés (después languideció tristemente en el exilio, hasta la demencia, aquel al que Ortega y Gasset había designado como el principal prosista español) y después, también fuera de España por obligación, el oscense (de Chalamera) Ramón J. Sender, quien ya se había destacado antes de 1936 en la prensa anarquista o por su impactante crónica de los sucesos de Casas Viejas. La editorial zaragozana Contraseña va rescatando libros de Sender: se anuncian para 2022 El lugar de un hombre y El verbo se hizo sexo, su particular mirada sobre santa Teresa de Jesús.

En las primeras décadas de la posguerra lo que más destacó en Zaragoza fue la poesía, tanto el grupo que se reunió en torno a Miguel Labordeta en el café Niké, como las que fueron a su aire, como la muy recomendable y escurridiza Sol Acín o Mariano Esquillor. Entre los primeros estarían, con mayor o menor implicación, Julio Antonio Gómez, Juan Ignacio Ciordia, José Antonio Labordeta, Luciano Gracia, Fernando Ferreró, Manuel Pinillos, Guillermo Gúdel, Emilio Gastón o Rosendo Tello, el único que sigue vivo (y muy probablemente el mejor poeta de toda esa nómina, el que mejor entendió a tiempo que conviene poner puertas a los arrebatos vanguardistas, esos que hacen gracia durante dos años y después ya dan verdadera lástima durante siglos). Por acabar con la poesía, y suplicando a quien lea esto que entienda que es imposible ser exhaustivo, hay que nombrar al determinante traductor Francisco J. Uriz, a quien debemos miles de poemas nórdicos (pero también estupendos libros propios), al excesivo y fraternal Ángel Guinda (fallecido hace muy pocos días en Madrid), a Fernando Sanmartín (también novelista y autor de diarios: es magistral su reciente Días en Nueva York y otras noches), al ya citado Vilas en su vertiente de poeta whitmaniano, al músico Gabriel Sopeña, o a Ángel Gracia, Jesús Jiménez Domínguez, Sebas Puente Letamendi, Enrique Cebrián Zazurca, el multidisciplinar y caligramático Pierre D. La, David Mayor, Carmen Ruiz Fleta, Brenda Ascoz, Nacho Tajahuerce, Ramiro Gairín Muñoz, Almudena Vidorreta, Clara Santafé, Alberto Acerete, Guillermo Molina Morales o Javier Fajarnés Durán, a los que hay que añadir los zaragozanos de adopción José Luis Rodríguez García, Manuel Martínez Forega, Ana Muñoz, Celia Carrasco Gil o el chileno Julio Espinosa Guerra (quien acaba de fundar la editorial Mil Madres). Y es justo aplaudir el trabajo de décadas de la editorial de poesía Olifante, dirigida por la también poeta Trinidad Ruiz Marcellán. Y también son encomiables, por tenaces o “creyentes” en la buena literatura, Libros del Innombrable (conducida por el también libérrimo poeta Raúl Herrero) y Pregunta.

En prosa, Ildefonso-Manuel Gil o Ana María Navales alternaron de forma sobresaliente tramas y versos (y la segunda fundó en Teruel la revista Turia, que, dirigida ahora por Raúl Carlos Maicas –que ha publicado varios volúmenes de diarios–, es la revista de literatura aragonesa más duradera y con más proyección en España). Ningún buen lector debería dejar de leer las narraciones de Jesús Moncada o las del cineasta José Luis Borau. Santiago Lorén merecería más lectores, esos que sí han tenido los zaragozanos Soledad Puértolas o Ignacio Martínez de Pisón, autores ambos de algunas obras maestras ampliamente reconocidas. Todos aquellos que hemos leído a José María Conget sabemos que es uno de los mejores escritores españoles vivos, pero hay cierta voluntad de secretismo al respecto, como si fuéramos una cofradía de iniciados, así que dejémoslo aquí (pero no sin decir que publica estos días su novela Cenas de amigos). Javier Sebastián vio reeditada por la Universidad de Zaragoza (y, por tanto, canonizada) su novela El ciclista de Chernóbil, en edición crítica de Domingo Ródenas de Moya (al que citamos por ser uno de los grandes “jarnesistas”). José Luis Melero va ordenando puntualmente sus deliciosas columnas y recuerdos, generalmente sobre otros libros, mientras que Antón Castro (el gallego más aragonés de la Historia) va escribiendo todos los días sus artículos en el Heraldo de Aragón (donde dirige el suplemento literario Artes y Letras), pero también sus novelas, cuentos, poemas, semblanzas y crónicas. Zaragozano fue el inolvidable y carismático Félix Romeo, y en Zaragoza vive y da clases el oscense Ismael Grasa, y el periodista Miguel Mena (autor de libros emocionantes) o los autores “de género”: los “históricos” José Luis Corral y Magdalena Lasala, el policiaco Juan Bolea o la autora de cuentos de horror Patricia Esteban Erlés. Por su parte, Ana Alcolea, Begoña Oro, David Lozano o Daniel Nesquens son magníficas autoras de literatura infantil y juvenil, herederas naturales de Fernando Lalana, también zaragozano.

Julio José Ordovás es probablemente el mejor crítico literario en la España de hoy, aunque últimamente ejerce poco de reseñista (y ahora saca El peatón sentimental, un monumento a su ciudad). Los cuentos de María Bastarós, que vive en Valencia, o los viajes de Patricia Almarcegui, que anda por el mundo, se han sumado en los últimos años a una estupenda lista de narradores que incluye a Cristina Grande, el pedagogo Víctor Juan, Rodolfo Notivol, Eva Puyó, Santiago Gascón, Chusé Izuel (el año pasado Caballo de Troya recuperó su Todo sigue tranquilo), Miguel Ángel Ortiz Albero, Chusé Raúl Usón (editor de Xordica, otra de las editoriales aragonesas más meritorias y perseverantes), Miguel Serrano Larraz, Daniel Gascón, Ricardo Lladosa, el valenciano en Zaragoza Luis Salvago, la pamplonesa en Zaragoza Rosa Martínez o Aloma Rodríguez (que en su Los idiotas prefieren la montaña hizo un precioso homenaje al poeta y músico Sergio Algora). Y, hablando de músicos zaragozanos, el año pasado Enrique Bunbury publicó Exilio Topanga, su primer libro de poemas, y Santiago Auserón acaba de ver aparecer su abrumadora tesis doctoral, Arte sonora.

En cuanto al CÓMIC, corremos el mismo riesgo al tratar de citar a los guionistas y dibujantes nacidos o residentes en Zaragoza. La nómina dentro del noveno arte ha crecido en los últimos años y nos ha dado nombres de artistas que no solo trabajan dentro del mercado editorial español sino que también lo hacen en la todopoderosa industria americana. Diferentes exposiciones colectivas en la ciudad han dado valor en los últimos años a estos infatigables dibujantes: Fernando Blanco, David Daza, David López, Marta Martínez, Javier Pina, Jesús Saiz o Álvaro Ortiz Albero. La editorial GP Ediciones, el sello aragonés dedicado al cómic que dirige el Dani Viñuales, reúne en su catálogo una buena cantera de ilustradores e ilustradoras aragonesas como las jovencísimas Laura Rubio o Sara Jotabé.

Es importante no olvidar el esfuerzo de la ciudad y de la Asociación Malavida por mantener el Salón del Cómic de Zaragoza, una de las citas más importantes de la vida cultural en Zaragoza. Malavida es un colectivo que mantiene viva la llama del tebeo aunque no son los únicos. Chefo, Kalitos, XCar Malavida, Iru, Marcos J. Wander, Santi Jurado, Moratha, Carlos Melgares, Miguel Ángel Hernández, Dani García-Nieto, Chema Cebolla, Roberto Malo.

Toda esta nómina permite alianzas como la del dibujante Josema Carrasco, que une sus viñetas a escritores y poetas como Antón Castro y Ángel Guinda.

No podemos olvidarnos de Carlos Azagra, fundador del PGB, Partido de la Gente del Bar, y cuya colaboracíon con la revista El Jueves, hasta 2014, nos dejó a dos de sus míticos personajes: Paco Pico y Pico Vena. Azagra y la colorista Encarna Revuelta han sido los encargados de ilustrar los cómics dedicados a José Antonio Labordeta con guión de Daniel Viñuales.

Y en lo alto de la pirámide Carlos Ezquerra, nacido en la localidad zaragozana de Ibdes, creador del mítico Juez Dredd. Y también en lo más alto el novelista y catedrático de literatura francesa en la Universidad del País Vasco, Antonio Altarriba, Premio Nacional del Cómic por El arte de volar. También nacida en Zaragoza es Ángeles Felices. Suyos son De Dobidoes, Madelon y Janneke Steen, personajes creados para la revista holandesa Tina con lo que empezó a colaborar en 1975.