Más libros de la semana de Literatura

“La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo” de Bohumil Hrabal

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La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo- Rústica

La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo- Rústica

Hrabal, Bohumil

ISBN

978-84-18218-30-9

Editorial

Galaxia Gutenberg

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Además de uno de los mayores legados de la cultura checa, la literatura de Hrabal es, por encima de todo, un regalo para sus lectores. Tiene la maestría de narrar situaciones dramáticas sin caer nunca en lugares comunes y utilizando para ello una de las herramientas más poderosas y, a nuestro modo de ver, más difíciles de manejar literariamente: el humor. El contraste entre drama y humor resulta siempre mucho más efectivo que la mera narración de desgracias, por muy reales que éstas sean. El humor utilizado para subrayar lo dramático de la vida. Éste, empleado como contrapunto puede producir una conmoción mucho mayor en el lector, pero insistimos, no es fácil de conducir. Hrabal lo hace siempre de manera magistral sin restarle un ápice de veracidad a sus historias. Y, en el caso de esta novela, en apenas 170 páginas. Desde el punto de vista literario es un ejercicio de alta literatura, lúcido y original, una obra muy personal. Otro buen ejemplo de ello es su fantástica novela Trenes rigurosamente vigilados, situada en plena guerra mundial y en donde se nos recuerda que, a pesar del drama, la vida puede –y debe– seguir su camino.

La historia de la literatura, lo sabemos, está repleta de autores que se han enfrentado a este difícil reto del humor, algo que, como en otras disciplinas, resulta siempre un ejercicio de inteligencia y humildad tanto por parte del creador como por parte del receptor. Sin pretender comparaciones innecesarias podemos afirmar que la obra de Hrabal es absolutamente luminosa, siempre buscando el equilibrio entre lo grotesco, lo feo, lo dramático, y esa diafanidad, esa claridad, tan necesarias, eso que nos permite seguir viviendo. Se trata de una de las mayores aportaciones de este autor, me atrevería a decir que su mejor legado, algo constante en toda su obra.

La existencia de los personajes de Hrabal no suele ser fácil ni cómoda, se trata de personajes marginales, de vidas anodinas, sin grandes hazañas que dejar a la Historia. El autor recibió influencias literarias de Hasêk y Kafka y, como apuntó en su día Mónica Zgustova, especialista en su obra, su lema fue siempre el hominismo –como él mismo lo bautizó–, en contraposición al humanismo, o lo que es lo mismo, le interesaba, más que la humanidad entera, el hombre como individuo, especialmente el hombre corriente cuya heroicidad consistía en soportar una vida monótona, sin esperanza, y continuar adelante día tras día.

La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo es una discreta ciudad checoslovaca de discurrir tranquilo hasta la llegada del ejército nazi, y más tarde, del ejército ruso, que aparece en escena para liberar a sus habitantes del enemigo alemán, y en medio de todo ese trasiego humano orquestado por las mentes pensantes del momento –¡Dios nos libre de las mentes pensantes!–, el pueblo intenta sobrevivir, lucha por seguir adelante convirtiéndose inevitablemente en mera comparsa de la Historia. ¿Y cómo lo hace? Pues a golpe de cerveza, putas y burdeles, bailes cosacos y cogorzas de risa, mareantes y liberadoras. Quizá las escenas que se desarrollan en estas tabernas sean de lo mejor de la novela. Por momentos nos recuerdan a las tabernas dublinesas de Joyce o a las tascas berlinesas de Döblin en su genial Berlin Alexanderplatz, que tan fielmente trasladó a imágenes el director alemán Rainer Werner Fassbinder en los años 80. En ellas la gente baila, ríe, se tatúa sirenas en el pecho, habla de política, mantiene conversaciones trascendentales o completamente absurdas… Hrabal nos sitúa aquí en la Checoslovaquia de aquellos difíciles años pero en realidad podría haberse tratado de cualquier otro país inmerso en la contienda, la miseria humana de la guerra se parece mucho en todas partes.

Y llegados a este punto no podemos dejar de mencionar a uno de los personajes más originales y redondos de la novela, el tío Pepín, inspirado en su propio tío ya que la historia tiene, como muchas de sus obras, un gran contenido autobiográfico. Todo autor, todo creador, reserva un papel a sus personajes, papel con el que entran en la Historia de la Literatura y del que no se desprenden jamás. En este caso es fácil posicionarse del lado del tío Pepín puesto que encarna el amor a la vida, el hedonismo en estado puro por encima de las circunstancias que el destino nos tiene reservadas. El tío Pepín es un pobre trabajador en una fábrica de cerveza en donde le asignan los peores trabajos: limpieza de tuberías de evacuación, control de las calderas, traslado de bloques de hielo… a pesar de ello y de sus puntuales ataques de ira –a veces tronchantes– es un hombre feliz cuyo objetivo vital es gastarse el salario en mujeres y cerveza, y mantener instructivas conversaciones con las chicas del burdel sobre higiene sexual, aleccionando a todo aquel que quiera escucharle. El personaje de Pepín desprende el brillo de lo auténtico, de lo real, es la Vida escrita con mayúscula, es el individuo feliz con lo que tiene, auténticamente libre. ¿Acaso no es eso a lo que todos aspiramos? ¿Acaso no es eso el tan traído y llevado secreto de la felicidad? ¿… el truco del mago en la chistera?

Aparte de Pepín aparecen en esta novela otros personajes geniales que dan lugar a situaciones rocambolescas, absurdas, divertidísimas y dramáticas a partes iguales.

Cuando al final todo acaba, se hace recuento y se descubre una existencia vivida con dignidad, hay espacio por tanto para la esperanza, porque al final sólo eso importa: el tiempo que tenemos asignado en este mundo, que merezca un poco la pena. Allá cada cual.

Ester Vallejo, Librería Jurídica Lex Nova (Madrid)

“1980” de Juan Vilá

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1980

1980

Vilá, Juan

ISBN

978-84-339-9902-3

Editorial

Editorial Anagrama

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1980 es un viaje a nuestra infancia, todas las personas han tenido una, mejor o peor, pero la han tenido. En el caso de Juan Vilá es una infancia marcada por la muerte de su padre; la vida con su madre, una mujer que luchará por sus hijos pero también contra ellos; con sus hermanos, esos soportes que nos encontramos en la vida pero que muchas veces no valoramos; y sobre el sucesor de su padre, un hombre llegado de Barcelona que tenía un pasado no tan diferente al futuro que le esperaba. Un hombre que le marcó y le ayudó a evolucionar y a conformar lo que es ahora.
La familia, el entorno, las amistades… ¿no influyen en lo que seremos?
Una novela que habla sobre la infancia, sobre la familia y sus relaciones, porque como dice Juan Vilá: todas las familias tienen sus mierdas.
Un libro que se lee rápido y te mantiene enganchado página tras páginas, porque todas las familias son iguales… ¿O no?

 

Jorge Cabezas, Somnis de Paper (Benetússer, Valencia)

“Lo que no se ve” de Jesús Montiel

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Lo que no se ve

Lo que no se ve

Montiel, Jesús

ISBN

978-84-18178-49-8

Editorial

Editorial Pre-Textos

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Hablemos de los libros que más dicen, aunque sea con muy pocas palabras, y celebremos, entre ellos, los del granadino Jesús Montiel, que, vaticinamos, se va a ir convirtiendo en un fenómeno creciente, va a ir ganando más y más lectores, va a ir convenciendo con sus silencios y haciéndose fuerte con su delicadeza. Su poética (y es poeta) es la de la aceptación, la de la conformidad, la de la obediencia, en su caso explícitamente cristiana pero de todos modos universal, útil, poderosa, reconfortante…

“La mayoría de nuestros sufrimientos los elegimos”, afirmaba marcoaurelianamente en uno de los aforismos del excelente El amén de los árboles, donde también se leía que “la ficción y yo no nos hablamos. De todo cuanto escribo no me invento nada”… Por desgracia, no era ficción Sucederá la flor, la crónica de la enfermedad de uno de sus hijos, y donde, naturalmente, ya se leían cosas muy cercanas a las del libro que comentamos hoy: “el amor florece en la quietud, es hacerlo mismo todos los días muchas veces. Saber que no hay nada más importante que dar de comer a los gatos, aunque hiele y haya nieve y uno, que ya no es lo que era, pueda resbalarse”. Decimos “naturalmente” porque cuando uno se ha instalado en esas certezas en las que vive Montiel, el mundo, en lo importante, se ensancha de forma definitiva, pero a la vez se reduce en lo inmediato, en lo visible, en lo social. “Lo imprevisible nos pellizca para ver si seguimos vivos”, afirmaba, por otro lado, en Casa de tinta, y a un maestro de lo imprevisible como Robert Walser dedicó Montiel su libro más curioso y distinto hasta hoy, Señor de las periferias, aunque sin salirse en absoluto de su estilo y de sus convicciones estéticas, muy parecidas, para entendernos, a las de Christian Bobin (de quien, no en vano, Montiel ha traducido algunos libros), quien también escribió su propio retrato de, por ejemplo, Emily Dickinson (y que ya recomendamos aquí).

Lo que leemos hoy es un homenaje a sus abuelos, especialmente a ella, y la dedicación y la entrega con las que ella hacía la cama a sus nietos se convierte en el punto de partida, el estribillo y el desenlace de todo lo que tiene que decir Montiel, que es “sólo” eso, sí, nada más y nada menos, y lo dice de forma sublime, con pequeñas digresiones siempre bonitas (sobre un personaje secundario, sobre un documental visto entre lágrimas, sobre un recuerdo al margen de su familia…), con detalles de enorme sensibilidad (a veces, tal vez, incluso demasiada…, o demasiado extrema…). Lo que no se ve es de una belleza inapelable, desde el principio hasta el final, y se agradecen especialmente, por exactas y justas, las páginas que Montiel dedica a celebrar el comportamiento ejemplar que tuvieron los niños durante el confinamiento de primavera, la lección que dieron al entender lo que sucedía con la pandemia y comportarse en consecuencia…: “Los niños obedecen lo que ven, nunca lo que se les dice. Un niño, mientras se desarrolla en un entorno amoroso, no ambiciona mucho más”…

No hay que escribir sobre estos libros, hay que releerlos. Eso que se llama “literatura secundaria” nunca lo es más que cuando hablamos sobre libros tan principales, tan primarios, tan primitivos casi, tan esenciales. Dada su juventud (Montiel nació en 1984), es de esperar que nos esperen, de su mano, décadas de gran literatura, aunque, francamente, “literatura” es una palabra muy pobre y pequeña para lo que él hace. Lo suyo es vida escrita, una ventana abierta a todo lo que importa:

“La esperanza abre los ojos de cada persona cada mañana, como los comerciantes la persiana de su negocio. Todos los días abrimos los ojos porque esperamos algo. Porque en el fondo creemos que algo va a llegar, siempre”.

Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan

 

“Todos hablan” de Antonio Manilla

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Todos hablan

Todos hablan

Manilla, Antonio

ISBN

978-84-121117-4-3

Editorial

Premium Editorial

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Es muy curioso lo bien que se llevan lo policiaco y el humor, incluso cuando este último no es principalmente, o en absoluto, la intención del género. Quien escribe esto pocas veces se ha reído tantas veces y tan alto con un libro en las manos que con las aventuras de Sherlock Holmes (me refiero, por supuesto, a las aventuras canónicas, las del corpus holmesiano original), y sin embargo difícilmente podría considerarse que lo que escribiera sir Arthur Conan Doyle fuera cómico: él sabía muy bien, como escritor maravilloso que era, utilizar la perspectiva de su narrador (casi siempre Watson) para gestionar los momentos de tensión o, mejor, de confusión, y para así llevarlos, muy conscientemente, a lo desternillante por absurdo, o por inverosímil, o por sorprendente (también lo hizo, por ejemplo, en El mundo perdido, desentendiéndose momentáneamente de lo puramente aventurero para regalar al lector algunas carcajadas)… Lo mismo se podría decir de los casos que Chesterton preparó para el padre Brown, pero es que estamos hablando de un tiempo (el siglo XIX) y de un contexto (el anglosajón) donde, bien aprendida la sublime lección de nuestro Cervantes, el intentar hacer reír de un modo muy serio era un elemento casi constitutivo de la literatura. ¿O no es abiertamente humorístico el celebérrimo primer párrafo de Moby Dick, y, por añadidura, buena parte de lo que le sigue? Y sin embargo, ¿a quién se le ocurriría afirmar que esa novela gloriosa es, ni siquiera secundariamente, una comedia?

Llevamos, literalmente, media vida leyendo los versos de Antonio Manilla, que a menudo, como en Suavemente ribera, ha alcanzado momentos sobresalientes. Cuando nos llegó hace unos días su premiada primera novela, y comprobamos que aparentemente se adscribía al “género negro”, cupo, en un primer momento, sorprenderse: “no le pega”. Y sin embargo sí, sí reconocemos plenamente al poeta Manilla en las peripecias que un personaje deliberadamente colectivo despliega en las doscientas páginas de esta nueva ópera prima suya. La trama va de prostitutas asesinadas, sí, y de investigaciones, y de sospechas, y de sorpresas, pero, aunque el asunto, obviamente, no tiene ninguna gracia (y Manilla en absoluto frivoliza al respecto), esos crímenes en serie, un tópico muy buscado, le permiten conseguir lo que claramente quiere, que es levantar un retrato común de las miserias y grandezas de esa ciudad que él mismo ha fundado, y que, llamada Entrerríos, puede que tenga alguna pequeña similitud o deuda con su León natal. Sea como sea, los diversos estamentos del municipio mueven sus piezas y sus temores y sus influencias ante esa ola de delitos, y se autorretratan desde el obispo hasta los comerciantes, desde la propia policía local hasta los hosteleros y los proxenetas o, todavía peor, los aspirantes a poetas.

Algún lector desprevenido puede tardar muchas páginas en advertir que la rimbombante prosa de buena parte de la novela delata que la cosa se desliza muy voluntariamente hacia la parodia, pero no tanto la parodia del género detectivesco como la parodia de la propia ciudad, un mapa de sus circunstancias, de sus derivas, de sus inercias, y, con ellas, una parodia de todos nosotros, una parodia intemporal y universal. Manilla es valiente, pues se arriesga a confundir, pero eso es lo que hacen los buenos escritores, no tener miedo a ser malinterpretados. Pero el humor no sólo asoma en los solemnes parlamentos de todos los personajes, más propios de una tragedia de Shakespeare, o en el puro retrato de buena parte de los pobres diablos que habitan el escenario, sino en el propio punto de vista. No es un humor tan acusado como, por seguir con los felices matrimonios entre don noir y doña risa, hemos disfrutado en los casos de Edmund Crispin (memorable el de su obra maestra, La juguetería errante) o viniendo a la referencia ineludible en el contexto español, los del innominado enajenado creado por Eduardo Mendoza (genial El laberinto de las aceitunas), pero eso es, en buena parte, por la condición de poeta de Manilla. Agazapados en los volantazos del argumento, hay momentos de enorme belleza, o de honda sabiduría o, sí, de gran poesía, no muy frecuentes, porque no se trata de eso, pero sí los suficientes como para que, por un lado, la lectura de esta novela merezca obviamente la pena y suponga un placer inapelable, y, por otro, nos reconforte la sensación de que, llevando las cosas muy al extremo, y forzando osadamente las simbologías, Manilla nos está diciendo que los sueños del desamor producen monstruos, y que, por el contrario, no hay que subestimar, en un contexto degradado, vulgar y egoísta, el poder del amor trabajado y meritorio, pues puede ser un poder redentor, salvador y rehabilitador hasta un punto casi exagerado.

Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan‘.

“Ariel” de Sylvia Plath

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Ariel

Ariel

Plath, Sylvia

ISBN

978-84-18067-95-2

Editorial

Nórdica Libros

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Hoy os quiero recomendar a todas y a todos una reedición que ha publicado recientemente la editorial Nórdica. Cuando me enteré de que este libro iba a volver a existir y circular me puse muy contenta porque es una preciosidad. Se trata de Ariel, de Sylvia Plath.

Digo que es una preciosidad porque es una edición ilustrada por Sara Morante, una ilustradora a la que yo conocí hace unos meses en Twitter y que tiene un estilo que me impresionó. Desde entonces, comencé a seguirle la pista.

En esta edición de Ariel (traducida por Jordi Doce) se recogen los poemas que Sylvia Plath escribió para el que iba a ser su segundo poemario, que en su momento, en 1965, tuvo que ser editado por su viudo, quien censuró algunos textos, entre los cuales estaban aquellos que revelaban el bajo estado anímico de la autora y la opresión que sentía.

Es un libro legendario dentro de la literatura femenina y la literatura universal donde se resumen todas las virtudes del estilo de Sylvia Plath, su intensidad expresiva y metafórica fuera de lo común, pero también es un libro cercano y lleno de delicadeza.

Quería recomendarlo porque es uno de los poemarios más influyentes de nuestro tiempo y esta reedición es digna de ocupar en hueco en todas las bibliotecas de los amantes de la poesía.

Patricia Alonso, Bibabuk (Almería)

“Juegos de niñas” de José María Conget

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Juegos de niñas

Juegos de niñas

Conget, José María

ISBN

978-84-18178-36-8

Editorial

Editorial Pre-Textos

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Hay dos tipos de escritores (empezamos mal…): están esos cuya trayectoria literaria es una exploración, es decir, que van descubriendo y abordando temas, desarrollando el estilo, haciendo experimentos, cambiando temas y tonos… y están aquellos que desde sus primeros libros ya tienen eso que se llama “un mundo propio”, algo que, como se sabe, no sólo implica un determinado estilo literario, sino una serie de temas, de obsesiones, de filias y fobias, de lugares recurrentes… Escritores, en fin, que viven su obra como un viaje imprevisible, y escritores que se instalan desde su ópera prima en un territorio muy particular y se hacen fuertes allí, investigándolo a conciencia, exprimiendo sus posibilidades, agotándolo…

Cualquiera que haya leído un poco al narrador zaragozano José María Conget está desde su inaugural “trilogía de Zabala” familiarizado con las cosas que le interesan o le gustan o le fastidian. El mundo de Conget es muy ancho, y cualquiera que haya tenido el buen gusto de leerlo por entero sabe con qué meticulosidad ha ido el zaragozano dando cuenta de él, en dos vertientes elementales, la autobiográfica y la imaginativa. La primera se ha volcado en libros monográficos sobre ciudades habitadas, tebeos golosamente leídos, canciones indelebles, verdadero archivo del pasado, y películas que, oportunas, dinamitan la mediocre realidad…, mientras que la segunda ha tomado la más adecuada forma de la novela. Pero además están los cuentos, y en el género narrativo breve es donde Conget ha alcanzado probablemente muchas de sus mejores conquistas, convirtiéndose en un verdadero maestro del relato, logrando varias obras maestras.

En los cuentos Conget ha barajado las dos vertientes de las que hablábamos, y aunque predomina la ficción absoluta, en sus últimas colecciones siempre colocaba algún recuerdo, algún retrato, alguna “memoria” de algo vivido por él. También lo hace en su última entrega, recién publicada, Juegos de niñas, con el precioso y a la vez agridulce texto titulado “True love”, dedicado a su tía Felisa (ya conocida, claro, por los lectores de Conget, pues fue un personaje crucial en su infancia). Lo demás son variantes, nuevamente geniales, de temas ya frecuentados y estimados por él (y, por tanto, por sus seguidores): pitorreo hacia los grandes sabios de la Universidad y ante las diferentes tipologías de la vanidad que pueden llegar a padecer los escritores; investigaciones un tanto obsesivas (y un poquito escépticas) de la vida conyugal; flirteos con una fantasía leve, como un terror de andar por casa (el protagonista del primer cuento comienza a observar que cada pocos días algún desconocido se le queda mirando con una fijación y una sonrisa idénticas, turbadoras, espeluznantes, sin mediar palabra…); excursiones ambiguas a la no tan tierna infancia (como en el cuento que da título al conjunto), y hay varios momentos en que las salas de cine ejercen ese mismo papel que el cenizo de Cioran atribuía al suicidio: cuando todo falle o salga mal, es como una puerta de salida que siempre está ahí, una posibilidad redentora cierta… Así es como los personajes de Conget (y con ellos su creador) atisban salas, carteles, taquillas, como algo que registrar por si acaso…

Y, entre todo ello, al menos dos obras maestras: por una parte, la maravillosa “Patrulla cristiana”, en la que se hace una especie de versión (que no exactamente parodia) del Grupo salvaje de Peckinpah, y en donde Conget retrocede su reloj narrativo (algo no muy habitual en él) para plantarse en el primer franquismo y contar los intentos de un sacerdote de un pueblo aragonés para impedir el estreno de Gilda, con la pérdida segura de almas que ello comportaría. En ese relato estallan la ternura, la inteligencia y la sabiduría retrospectiva de Conget, mientras que en el largo “Toronda” se entrega a la imaginación divertida, a la malicia metaliteraria, a la fantasía que, de tan entretenida, no acaba de ser tan agobiante ni desasosegante como la peripecia que, durante varios días, sufre el protagonista dando vueltas por esa versión del infierno en la que se convierte un centro comercial de un país lejanísimo, del que, como los invitados de El ángel exterminador de Buñuel, no puede salir por mucho que lo intenta…

A los lectores de Conget, en fin, no se les ha de explicar nada ni mucho menos convencerlos de que vayan a la librería a por su nueva obra, pues ése es un movimiento natural, una necesidad que queda complacida cada dos años. Pero ojalá esta reseña sirva para convencer a algunos de los que han andado despistados hasta ahora, y que por fin se animen a acercarse a una de las obras narrativas más ricas, sabrosas, divertidas, bondadosas, escarmentadas, trepidantes, emocionantes y magistralmente escritas entre todas esas que se están desplegando ante nuestros ojos.

Juan Marqués, para ‘Las Librerías Recomiendan

“Recuerdos de un jardinero inglés” de Reginald Arkell

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Recuerdos de un jardinero inglés

Recuerdos de un jardinero inglés

Reginald Arkell

ISBN

978-84-18264-71-9

Editorial

Periférica

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Traemos hoy a este foro una propuesta amable. Se trata de una novela publicada recientemente por la editorial Periférica cuyo título, Recuerdos de un jardinero inglés, nos da bastantes pistas. Su autor, Reginald Arkell, guionista y novelista inglés, vivió también los años que se narran en esta historia. Fue publicada en los años 50 bajo el título Old Herbaceous –que hace referencia al mote que los chicos del pueblo asignan al protagonista– y se ha convertido ya en un clásico de la literatura inglesa moderna.

Se trata de una historia sencilla y precisamente ahí radica su mayor interés, en ella un octogenario en la etapa final de su vida rememora su periplo vital contándonos el discurrir de una vida tranquila, sin grandes sobresaltos, una vida consagrada exclusivamente a su gran pasión: la jardinería.

El protagonista fue un niño solitario enamorado de las flores silvestres que a lo largo de su vida tuvo la suerte de encontrar quien le estimulara para finalmente poder dedicar todos sus esfuerzos y conocimientos al trabajo paciente y meticuloso del cuidado de un jardín, pues acaba siendo, nada más y nada menos que jardinero jefe en una gran mansión. Es ésta una típica mansión inglesa, en un típico pueblecito inglés al que no le falta nada para serlo: un párroco, una maestra de escuela, unos vecinos rebosantes de virtudes y defectos a partes iguales y, por supuesto, unos concursos florales que son la envidia del condado. Leemos esta historia inmersos en un jardín maravilloso, nos rodean dalias, campanillas, tulipanes silvestres, orquídeas, gordolobos… pero sobre todo las páginas de este libro rebosan color: rojos vivos, amarillos intensos, suaves violetas y azules tan bellos que “llegan a doler”… Hay algo hermoso, por obvio, en esta novela, ni todos los patronos son tiranos despreciables, ni todos los trabajadores de estrato social inferior son grandes personas por el solo hecho de provenir de una capa social inferior y haber tenido una vida más difícil, los matices son comunes y a pesar de ello es posible el entendimiento.

Además de esta bonhomía que impregna toda la novela y que resulta tan oportuna hoy día, en algunos momentos el autor “colorea” más aún su texto con breves muestras de humor, un humor que recuerda las novelas de otro ilustre de las letras inglesas, P.G. Wodehouse.

Volviendo a la historia de este jardinero, transcurre ésta entre las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del XX. La sombra de las dos guerras mundiales se deja entrever a lo largo de la historia –a pesar de que el protagonista no participa activamente en ellas a causa de una leve cojera de la infancia– recordándonos que el caos acecha siempre cualquier paraíso, por protegido que éste se halle. Transcurridos los años de vacío, de nuevo el jardín vuelve a resurgir y el color una vez más lo impregna todo, narcisos, crisantemos, buganvillas, plumbagos, belle de nuit… y es que, nos dice Arkell, “si los jardineros pudieran reunirse y aclarar las cosas, se acabarían los problemas del mundo”.

Resulta éste un libro inspirador –la sugerente ilustración de la cubierta ya por sí sola lo es–, una ruptura momentánea con la realidad, un pequeño paréntesis de abandono, de dejarse llevar. Como es sabido, es ésta una de las grandezas de la literatura, la posibilidad de habitar mundos distintos, de vivir vidas intensas, complejas a veces, dramáticas incluso, pequeñas sacudidas de conciencia, y, a la vuelta de la esquina, encontrarnos con textos como éste, un texto aparentemente sin grandes pretensiones, un libro que entretiene, provoca sonrisas y reconforta. Probablemente no resolvamos los grandes problemas de la humanidad con la lectura de este libro (¿o sí?) pero lo que sí es seguro es que le sentará muy bien a nuestro espíritu y eso, en los tiempos que corren, es mucho.

Ester Vallejo, Librería Jurídica Lex Nova (Madrid)

“Los llanos” de Federico Falco

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Los llanos

Los llanos

Falco, Federico

ISBN

978-84-339-9911-5

Editorial

Editorial Anagrama

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“Trabajar cansa” escribe Cesare Pavese en, quizás, su poema más conocido. Ese título, como toda su obra, está construido sobre el universo del Piamonte: las montañas, el campo apretado sobre las laderas, el silencio de los que trabajan la tierra, la plaza desierta del pueblo, lo que no alcanza para todos. El de Pavese es también el paisaje del que vinieron los antepasados de Federico Falco (Gral. Cabrera, 1977) para asentarse en los llanos: pampa extensa sin un solo árbol como reparo, todo ese espacio a llenar.

En Los llanos –finalista del premio Herralde de novela– se narra el tiempo del duelo y la reconstrucción. Tras una separación, el narrador decide mudarse al campo con el solo objetivo de cultivar una huerta. En el dolor del cuerpo tras un día entero de puntear la tierra, en la atención fijada en los movimientos de la luna que anuncian el momento de sembrar, encuentra un modo para que lo que sucede en él “deje de existir todo el tiempo”.

El estado de conciencia del duelo es fragmentario, las estrategias de supervivencia pueden ser extrañas y, ante la falta, el cuerpo suele agitarse de modo inconsciente. La escritura de Falco conmueve porque no se resiste, no quiere encauzar ni disimular con artificios de estructuras narrativas el dolor, la ansiedad, la soledad, sino que los somete a una larga exposición –a una sobreexposición, si se tratara de una fotografía– sobre el horizonte de la llanura, el paso del tiempo, las lluvias, las heladas, la sequía, los encuentros con otros que viven desde siempre en el campo o que, como él, llegaron escapando de una desesperación. Así, accedemos a todos los matices de esa errante búsqueda de sentido tras un momento en el que la vida que conocimos desapareció para siempre.

Como el propio Pavese, en este libro Falco teje el paisaje y los símbolos de los hombres y mujeres de su infancia al mismo tiempo que construye su propia huella, su propia forma del deseo, literario y existencial, que a veces puede ser una misma cosa.

Paula Vázquez, Lata Peinada (Barcelona y Madrid)